La hija de Rapaccini-1


La hija de Rapaccini

Nathaniel Hawthorne *

(Parte 1)

 

Con el fin de proseguir sus estudios en la Universidad de Padua llegó hace muchos años a aquella ciudad un joven llamado Giovanni Guasconti. Procedía de la más meridional de las regiones de Italia. Giovanni, cuya bolsa era más bien flaca, se alojó en un humilde aposento situado en los altos de un viejo edificio, que otrora pudo ser el palacio de un noble paduano y que seguía exhibiendo en su fachada el blasón de una familia extinguida hacía mucho tiempo. El forastero, que conocía las nobles gestas de su país, recordó que uno de los antepasados de aquella familia figuraba entre los protagonistas de las eternas agonías del Infierno evocado por Dante. Este recuerdo, junto con la melancolía muy explicable en un joven separado por vez primera de su medio ambiente habitual, hizo que Giovanni no pudiera disimular su desencanto al examinar su habitación, ruinosa y mal amueblada.

—¡Virgen santa! —exclamó la anciana señora Lisabetta, quien, atraída por el hermoso aspecto del joven, trataba de dar a la estancia un aire acogedor—. ¿Qué aspecto tiene esto para descorazonar a un joven? ¿Le parece oscura la casa? Vamos, asómese a la ventana y verá un sol tan espléndido como el que dejó en Nápoles.

Guasconti hizo maquinalmente lo que la anciana le aconsejaba, pero no estuvo de acuerdo con ella en que el sol de Padua fuese tan espléndido como el del sur de Italia; sin embargo, brillaba sobre el jardín situado debajo de la ventana y esparcía su influjo vivificante sobre una colección de plantas que parecían haber sido cultivadas con excesivos cuidados.

—¿Pertenece a la casa ese jardín? —inquirió Giovanni.

—De ser así, sus flores serían mucho mejores que las que ahora crecen en él —respondió la señora Lisabetta—. No, este jardín es cultivado por las propias manos del doctor Giacomo Rapaccini, el famoso doctor, cuya fama ha llegado hasta Nápoles. Se dice que destila de ellas unas medicinas tan eficaces como un hechizo. Podrá ver a menudo al doctor en su trabajo, y quizá también a la señorita, su hija, recogiendo las extrañas flores que crecen en su jardín.

La anciana señora hacía todo lo posible para mejorar el aspecto de la habitación, y tras encomendar al joven a la protección de los santos, se retiró a su aposento.

Giovanni no encontró mejor entretenimiento que contemplar el jardín. Era uno de aquellos jardines botánicos que fueron creados en Padua antes que en ningún otro lugar de Italia, ni del mundo. Era probable que hubiese servido de apacible retiro a una familia opulenta, pues en el centro conservaba una fuente de mármol, en estado ruinoso, esculpida con excelente arte, pero tan deteriorada que era imposible recomponer mentalmente el diseño original a partir del caos de fragmentos que quedaban. El agua, sin embargo, seguía brotando en forma de surtidor y desgranándose en brillantes perlas.

Su tenue murmullo llegaba hasta la ventana del joven y le hizo imaginar que la fuente era un espíritu inmortal que cantaba incesantemente su canción, sin preocuparse de lo que sucedía en derredor, mientras un siglo se encarnaba en mármol u otro esparcía por el suelo la belleza perdurable. En el hoyo donde caía el agua crecían varias plantas que parecían muy necesitadas de humedad para nutrir sus gigantescas hojas y magníficas flores. Había, sobre todo, una mata en un jarrón de mármol en medio del agua de la fuente, con gran profusión de purpúreas flores, cada una de las cuales ostentaba el brillo y la riqueza de una gema. Y todo reunido formaba una visión tan resplandeciente, que bastaba para iluminar el resto del jardín, aunque no hubiese sol. Todo el suelo estaba poblado de plantas y de hierbas, las cuales, a pesar de ser menos bellas, recibían también asiduos cuidados, como si tuviesen virtudes especiales, conocidas por la mente científica que las protegía. Algunas de ellas estaban colocadas en jarrones adornados con relieves antiguos y otras descansaban en vulgares macetas de jardín. Unas reptaban por el suelo como culebras o trepaban a lo alto utilizando para su ascenso todo lo que les salía al paso. Una enredadera se había enroscado en torno a una estatua de Vertumno, cubriéndola con un ropaje de hojas, tan lleno de armonía y de gracia que podría haber servido de modelo a un escultor. Mientras Giovanni permanecía acodado en la ventana, oyó un crujido detrás de una cortina de follaje y comprendió que una persona estaba trabajando en el jardín. No tardó en hacerse visible su figura, y por sus características no se trataba de un obrero vulgar: alto, delgado, cetrino y de aspecto enfermizo; vestido de negro, a la usanza escolar. Tenía más de cincuenta años; sus cabellos eran grises, llevaba una barba finamente recortada y su rostro era el de una persona culta, inteligente y estudiosa, pero carente de sentimientos.

Nadie podría superar la atención con que este científico jardinero estudiaba las plantas que encontraba en su camino; parecía estar analizando su naturaleza íntima, haciendo consideraciones relacionadas con la posibilidad de utilizar su esencia, y preguntarse y contestarse por qué estas hojas nacían de esta forma y aquéllas de la otra, y por qué tales y cuales flores diferían entre sí en forma y en perfume. A pesar de la profunda inteligencia que revelaba en su porte, no parecía aproximarse lo suficiente como para intimar con la vida de aquellos vegetales. Por el contrario, se le veía evitar su contacto o inhalar directamente sus aromas, desplegando para ello unas precauciones que impresionaron desagradablemente a Giovanni. El jardinero se conducía como si anduviera entre seres malignos, tales como bestias salvajes, serpientes ponzoñosas o espíritus diabólicos, con los que el menor descuido podía acarrear terribles consecuencias. El joven quedó asombrado al comprobar aquel aire de inseguridad en una persona que cultivaba un jardín, el más sencillo e inocente de los entretenimientos de un hombre, que había sido ya la tarea y la diversión de felices progenitores del género humano. ¿Era este jardín, acaso, el Edén del mundo presente? Y este hombre, que conocía perfectamente lo que cultivaba con sus manos, ¿era acaso el Adán de este Paraíso?

El receloso jardinero se protegía las manos con un par de gruesos guantes para apartar las hojas secas o detener el excesivo crecimiento de los arbustos. No era ésa, sin embargo, su única protección. 

Al llegar junto a la magnífica planta que mostraba sus purpúreas gemas al lado de la fuente de mármol, se colocó una especie de mascarilla que le cubría boca y nariz, como si toda aquella belleza no hiciera más que disfrazar cualidades letales; pero, estimando aún demasiado peligrosa su tarea, retrocedió unos pasos, se quitó la mascarilla y llamó con la voz propia de una persona afectada de una enfermedad interna.

—¡Beatriz! ¡Beatriz!

—Aquí estoy, padre. ¿Qué deseas? —exclamó una voz juvenil y armoniosa desde una ventana de la casa de enfrente; una voz tan exquisita como una puesta de sol tropical, que hizo que Giovanni, sin saber por qué, la asociara con intensos colores púrpura o carmesí, y con penetrantes y deliciosos perfumes—. ¿Estás en el jardín?

—Sí, Beatriz —respondió el jardinero—. Y necesito tu ayuda.

Al cabo de unos instantes apareció, bajo un artístico porche, la figura de una joven vestida con la gracia de la más espléndida de las flores, bella como el día y con una vitalidad tan exuberante que de ser un poco mayor hubiese resultado exagerada. Respiraba vida, salud y energía; parecía como si todos esos atributos sólo estuviesen reprimidos por su virginal castidad. Mientras miraba el jardín, Giovanni imaginó que se habría criado enfermiza; pero la impresión que la hermosa desconocida le produjo fue la de que había aparecido otra linda flor, más hermosa que la más hermosa de todas, pero a la cual había que acercarse cubierto con una mascarilla y tocar con manos protegidas por guantes. Mientras descendía por el sendero del jardín, podía verse cómo manipulaba e inhalaba el olor de varias de las plantas que su padre había evitado con más celo.

—Ven aquí, Beatriz —dijo el jardinero—. Mira cuántos cuidados necesita nuestro mayor tesoro. Como estoy tan delicado, mi vida peligraría si me acercara todo lo que las circunstancias requieren. De ahora en adelante, temo que esta planta tendrá que ser vigilada sólo por ti.

—Me alegro de encargarme de ella —respondió la joven con su armoniosa voz, mientras se aproximaba a la hermosa planta y abría sus brazos como si se dispusiera a abrazarla—. Sí, hermana mía, mi gloria, Beatriz se encargará de cuidarte y de servirte, y tú, en recompensa, le darás tus besos y tu perfumado aliento, que es para ella fuente de vida.

Entonces, con la misma ternura en sus gestos que la que habían expresado sus palabras, dedicó a la planta tantas atenciones como parecía necesitar. Giovanni, desde su elevado observatorio, se frotó los ojos y se preguntó si se trataba realmente de una muchacha que estaba cuidando a su planta favorita o de una hermana que cumplía con sus deberes de afecto fraternal. La escena terminó pronto, bien porque el doctor Rapaccini hubiese dado término a sus tareas en el jardín, bien porque su aguda mirada hubiese notado la presencia del forastero. Lo cierto es que tomó a su hija del brazo y se retiró.

Anochecía, y por la abierta ventana penetraban efluvios sofocantes procedentes de las plantas del jardín. Giovanni cerró la ventana antes de acostarse. Aquella noche soñó con una bella flor y una hermosa joven. La flor y la joven eran distintas, aunque a veces semejaban ser la misma. En una y otra forma parecían entrañar un misterioso peligro.

Pero en la luz matinal hay algo que tiende a rectificar los errores de la fantasía y aun del raciocinio en que hemos incurrido durante la puesta de sol, entre las sombras de la noche o a la todavía menos saludable claridad de la luna. El primer movimiento de Giovanni al despertarse a la mañana siguiente fue abrir la ventana y mirar al jardín que sus sueños habían hecho tan fecundo en misterios. Se sorprendió y avergonzó un poco al ver lo real de su aspecto bajo la luz del día. Los rayos del sol doraban las gotas de rocío, las cuales, suspendidas de las hojas y de las flores, realzaban su belleza y les devolvían su aspecto ordinario. El joven experimentó una gran satisfacción al pensar que en el centro mismo de la ciudad tendría el privilegio de poder disfrutar de la contemplación de aquel rincón de tan espléndida y frondosa vegetación. Le serviría, se dijo a sí mismo, para ayudarle a mantenerse en contacto con la naturaleza. Ni el doctor Rapaccini ni su hermosa hija estaban allí, de modo que Giovanni no pudo determinar cuánto había de realidad y cuánto de fantasía en las singulares cualidades que atribuía a ambos. Pero estaba dispuesto a adoptar un punto de vista más racional en todo el asunto.

En el curso del día presentó sus respetos al señor Pietro Baglioni, profesor de Medicina de la Universidad y médico de eminente reputación, para el cual traía una carta de presentación. El profesor era un anciano de carácter afable y de modales que rezumaban cordialidad. Invitó a almorzar a Giovanni y se mostró locuaz y jovial, sobre todo después de animarse con un par de botellas de vino toscano. Giovanni pensó que los hombres de ciencia que vivían en una misma ciudad procuraban mantener buenas relaciones, y buscó una oportunidad para mencionar el nombre del doctor Rapaccini. Pero el profesor no respondió con la cordialidad que el joven había imaginado.

—No estaría bien que un profesor del divino arte de la Medicina —dijo el profesor Pietro Baglioni, en respuesta a la pregunta de Giovanni— negase las cualidades que adornan a un médico de tanta fama y prestigio como Rapaccini; pero, por mi parte, sería mucho peor permitir que un joven de mérito como usted, señor Giovanni, hijo de un querido amigo mío, adquiriera ideas erróneas acerca de un hombre en cuyas manos podría confiar su propia vida. La verdad es que nuestro respetable doctor Rapaccini tiene más conocimientos científicos que cualquier otro miembro de la Facultad, con una sola excepción, quizás, en Padua y en Italia. Pero su carácter profesional puede ser objeto de ciertas objeciones, bastante graves.

—¿Cuáles son esas objeciones? —preguntó Giovanni.

—Amigo mío, ¿está usted enfermo, acaso, del cuerpo o del corazón para preocuparse tanto de los médicos? —inquirió el profesor con una sonrisa—. De Rapaccini se dice, y yo que le conozco bien puedo asegurar que es cierto, que le preocupa mucho más la ciencia que la humanidad. Sus pacientes sólo le interesan como materia para nuevos experimentos. Sacrificaría una vida humana, la suya propia o la del ser más querido para él, con tal de poder añadir un diminuto grano de mostaza al caudal de sus conocimientos.

—Imagino que será un hombre terrible —dijo Giovanni, recordando el aspecto intelectualizado y frío de Rapaccini—. No obstante, querido profesor, creo que en el fondo puede decirse de él que es un espíritu noble. ¿Hay muchos hombres capaces de un amor tan apasionado por la ciencia?

—Que Dios perdone a los que tengan los mismos puntos de vista de Rapaccini acerca del arte de curar —dijo el profesor, con cierto desdén—. Sostiene la teoría de que todas las propiedades curativas se hallan encerradas en el interior de aquellas sustancias que nosotros denominamos venenos vegetales. Los cultiva con sus propias manos y se dice que ha producido nuevas variedades de venenos más mortales que los de la Naturaleza. Es innegable que el doctor Rapaccini hace menos daño del que pudiera esperarse con sustancias tan peligrosas. En algunas ocasiones, tengo que reconocerlo, ha hecho o parece haber hecho alguna cura maravillosa; pero, si he de ser sincero, señor Giovanni, no puede prestárseles entero crédito, ya que quizás son producto de la casualidad. En cambio, se le considera responsable de sus fracasos, que son el resultado frecuente de sus trabajos.

El joven escuchó con cierto escepticismo la opinión de Baglioni, porque la atribuyó a una antigua rivalidad entre el profesor y el doctor Rapaccini, en la que consideraba a este último como ganador de la partida. (Si el lector quiere juzgar por sí mismo, le aconsejamos la lectura de ciertos opúsculos en letra gótica sobre la materia que se conservan en los archivos de la Universidad de Padua).

—Mi querido profesor —dijo Giovanni, después de meditar en lo que había oído acerca del exagerado celo por la ciencia que demostraba Rapaccini—, no sé hasta qué punto ama a su arte ese médico, pero seguramente existe algo mucho más querido para él: su hija.

—¡Ah! —exclamó el profesor, riéndose—. Ya sé el secreto de nuestro amigo Giovanni: ha oído usted hablar de su hija, de la cual están enamorados todos los jóvenes de Padua, aunque no hay ni media docena de ellos que hayan tenido la suerte de verle el rostro. No sé gran cosa acerca de doña Beatriz, excepto que, según dicen, Rapaccini la ha hecho partícipe de la mayor parte de sus conocimientos y que, joven y hermosa como es, está considerada ya como apta para ocupar un sillón de catedrático. ¡Quizá su padre la destina para el mío! Otros rumores que corren no merecen ser citados ni que se les dé oídas. De modo que, ahora, bébase el vino tranquilamente.

Guasconti regresó a su alojamiento algo mareado por el vino que había bebido e imaginando extrañas fantasías relacionadas con el doctor Rapaccini y su bella hija Beatriz. Al pasar ante una tienda de flores entró y compró un ramo recién cortado.

Subió a su habitación y se sentó cerca de la ventana, en la sombra, de modo que podía ver el jardín sin correr el riesgo de ser descubierto. No se veía a nadie. Las plantas desconocidas estaban iluminadas por el sol y de vez en cuando inclinaban sus cabezas cortésmente, saludándose unas a otras, como si entre ellas existiesen relaciones de parentesco o de simpatía. En el centro del jardín, sobre la fuente en ruinas, crecía la más hermosa de las plantas, cubierta de gemas color de púrpura que brillaban en el aire y se reflejaban en el agua del estanque. Las aguas parecían pobladas con los colores radiantes que se reproducían en ellas. Al cabo de un rato, tal como Giovanni había esperado y al mismo tiempo temido, una figura hizo su aparición bajo el antiguo y artístico porche. Fue acercándose entre las hileras de plantas, aspirando sus varios perfumes, como si se tratara de uno de aquellos seres fantásticos de que nos hablan las viejas fábulas y que se alimentaban de dulces olores.

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