EL POLVO BLANCO

EL POLVO BLANCO


Arthur Machen

ARTHUR MACHEN (Caerleon-on-Usk, 1867-Londres, 1947) parece haber creído, durante un tiempo de su vida, en los fenómenos paranormales sobre los que escribía. Fue miembro, por ejemplo, del grupo teosófico The Order of the Golden Dawn (La orden del amanecer dorado), que también integraron Aleister Crowley y W. B. Yeats. Independientemente de este dato, quizá risible y anecdótico, hay que reconocer que su gusto por las ciencias ocultas derivó de un profundo conocimiento de las leyendas celtas y galesas, y que ambos intereses, lejos de perjudicar su escritura, la favorecieron mucho. Libros como El gran dios Pan (1894), La colina de los sueños (1907), El gran retorno (1915) y La pirámide resplandeciente (1923) están poblados de detalles que el profano ignora, y cuya seudociencia contribuye a hacer creíbles las tramas. «El polvo blanco» es un cuento que conviene leer a la luz de «William Wilson» y El extraño caso de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, ya que consigue —apelando a una narradora femenina— darle otra vuelta de tuerca al tema del doble. La distancia que hay entre la alambicada prosa de Poe y la de Machen es la que media entre la infancia y la madurez del género de terror.

  ME LLAMO HELEN LEICESTER. Mi padre, el mayor general Wyn Leicester, distinguido oficial de artillería, falleció hace cinco años de una enfermedad del hígado, adquirida en el clima insalubre de la India. Un año más tarde, Francis, mi único hermano, regresó a casa después de una carrera excepcionalmente brillante en la Universidad y aquí se quedó, decidido a hacer vida de ermitaño y a dominar lo que acertadamente se ha llamado el gran mito del Derecho. Parecía sentir una indiferencia completa hacia todo lo que se entiende por placer; aunque más agradable que la generalidad de los hombres y muy capaz de hablar con la alegría y el ingenio de un vagabundo, evitaba la sociedad y se encerraba en la gran habitación que hay en lo alto de la casa para prepararse como abogado. Al principio, se asignó una media de diez horas diarias para el estudio tenaz; desde que apuntaba el día hasta bien avanzada la tarde permanecía encerrado en sus libros. A continuación empleaba media hora en comer precipitadamente conmigo, como si lamentara el tiempo que perdía en ello, y salía después a dar un corto paseo cuando empezaba a anochecer. Pensé que semejante aplicación debía ser perjudicial, y traté de apartarle persuasivamente de la austeridad de sus libros de texto. Sin embargo, su ardor parecía aumentar, más que disminuir, y el número de horas de estudio era cada día mayor. Hablé seriamente con él, le sugerí que se tomara un descanso alguna vez, aunque no fuese más que pasarse una tarde entera leyendo una novela insustancial, pero él se rió y dijo que, cuando tenía ganas de distraerse, leía alguna monografía sobre el régimen de propiedad feudal. Igualmente se burló de la idea de ir al teatro o de pasar un mes en el campo. Yo no podía por menos de confesar que tenía buen aspecto, y no parecía resentirse de su trabajo; pero sabía que su organismo terminaría por vengarse de tan duro trato, y no me equivocaba. No tardó en asomar una expresión de ansiedad en sus ojos, y por último confesó que no se encontraba completamente bien; se sentía inquieto, con sensación de vértigo —decía—, y por las noches se despertaba a cada momento, asustado y bañado en sudor frío, a causa de unos sueños espantosos.

—Me cuidaré —dijo—, no te preocupes. Ayer pasé el día sin hacer nada, arrellanado en esa butaca tan confortable que me regalaste, y garabateando tonterías en una hoja de papel. No, no; no me agobiaré de trabajo. Esto se me pasará en una semana o dos, ya verás.

Sin embargo, a pesar de sus palabras tranquilizadoras, pude observar que no mejoraba, sino que iba cada vez peor. Entraba en el salón con expresión de desaliento en su cara penosamente envejecida y se esforzaba en aparentar alegría cuando mis ojos se fijaban en él. A mí me parecía que tales síntomas presagiaban algo malo, y a veces me asustaba. Muy en contra de su voluntad, conseguí que accediera a dejarse reconocer por un médico, y por fin llamó, de muy mala gana, a nuestro viejo doctor.

El doctor Haberden me animó, después de la consulta.

—No es nada grave —me dijo—. Sin duda lee demasiado, come deprisa y vuelve a los libros con demasiada precipitación. Es natural, que, en consecuencia, tenga trastornos digestivos y alguna pequeña perturbación del sistema nervioso. Pero estoy convencido, señorita Leicester, de que podremos arreglarlo. Le he recetado una medicina que le irá muy bien; de modo que no pase cuidado.

Mi hermano insistió en que le preparara la receta un farmacéutico de la vecindad. Era un establecimiento extraño, pasado de moda, exento de la estudiada coquetería y la calculada brillantez que hacen tan alegres los escaparates y estanterías de las modernas farmacias. Pero Francis tenía mucha simpatía al anciano y mucha fe en la escrupulosa pureza de los productos que vendía. La medicina fue enviada a su debido tiempo, y yo vi que mi hermano la tomaba regularmente después de las comidas. Era un polvo blanco de aspecto inocente, del que se disolvía un poco en un vaso de agua. Se lo agitaba yo, y desaparecía dejando el agua limpia e incolora. Al principio, Francis pareció mejorar notablemente; la laxitud desapareció de su rostro, y se volvió a sentir tan alegre como en sus tiempos del colegio. Hablaba animadamente de corregirse, y reconoció que había perdido el tiempo.



—He dedicado demasiadas horas al Derecho —decía riéndose—; creo que me has salvado a tiempo. Bien, seré magistrado de todos modos, pero no debo olvidarme de vivir. Haremos un viaje a París, nos divertiremos, y procuraremos no acercarnos a la Bibliothèque Nationale.

Confieso que me sentí encantada con el proyecto.

—¿Cuándo? —pregunté—. Podríamos salir pasado mañana, si te parece.

—No, es un poco demasiado pronto. Al fin y al cabo, no conozco Londres todavía, y supongo que se debe empezar por saborear las cosas buenas de su propio país. Pero saldremos dentro de una semana o dos, así que desempolva y practica tu francés. Por mi parte, de Francia sólo conozco la legislación, y me temo que no nos sirva de nada.

Estábamos terminando de comer. Se bebió su medicina con gesto catador, como si fuera un vino de la bodega más selecta.

—¿Tiene algún sabor especial? —pregunté.

—No; es como si fuera sólo agua.

Se levantó de la silla y empezó a pasear de un extremo a otro de la habitación, como no sabiendo qué hacer.

—¿Vamos al saloncito a tomar café? —le pregunté—. ¿O prefieres fumar?

—No; me parece que voy a dar una vuelta. Hace una tarde espléndida. Mira esa puesta de sol; es como una ciudad inmensa en llamas, como si, abajo, entre las casas oscuras, corriese una marea de sangre. Sí. Voy a salir. Enseguida estaré de vuelta, pero me voy a llevar la llave. Así que, buenas noches, si no te veo, hasta mañana.

La puerta se cerró de golpe tras él, y le vi caminar con ligereza por la calle, balanceando su bastón de caña de bambú. Me sentí agradecida al doctor Haberden por esta mejoría.

Creo que mi hermano regresó a casa muy tarde aquella noche, pero a la mañana siguiente se encontraba de buen humor.

—Caminé sin pensar adonde iba —me contó—, gozando de la frescura del aire y, arrastrado por la multitud, llegué hasta los barrios más transitados. Después me encontré con un antiguo compañero de colegio, un tal Orford, en medio de la muchedumbre, y después… bueno, nos fuimos por ahí a divertirnos. He experimentado lo que es ser joven y hombre. He descubierto que tengo sangre en las venas como los demás. He quedado con Orford para esta noche. Nos veremos en un restaurante. Sí, me divertiré durante una semana o dos, y todas las noches oiré las campanadas de las doce. Y después haremos tú y yo nuestro viajecito.

Fue tal el cambio de carácter de mi hermano, que en pocos días se convirtió en un amante de los placeres, en un indolente y en un asiduo de los barrios alegres, en un cliente fiel de los restaurantes de buen tono, y en un crítico excelente de todo baile exótico. Engordaba a ojos vistas, y no hablaba ya de París, puesto que había encontrado su paraíso en Londres. Todo esto me satisfacía y, no obstante, me sorprendía un poco, porque en su alegría encontraba yo algo que me desagradaba, aunque no sabía qué. Pero el cambio le sobrevino poco a poco. Seguía regresando a las frías horas de la madrugada. No le oía ya hablar de sus diversiones y una mañana, al sentarnos a desayunar, le miré de improviso a los ojos y me pareció que tenía a un extraño delante de mí.

—¡Oh, Francis! —exclamé—. ¡Francis, Francis! ¿Qué has hecho?

Y dejando escapar libremente los sollozos, no pude decir una palabra más. Me retiré llorando a mi habitación. Aunque yo no sabía nada, no obstante, lo sabía todo, y por un extraño juego de pensamientos, recordé la noche en que salió por primera vez, y el cuadro de la puesta de sol que iluminaba el cielo ante mí: las nubes, como una ciudad incendiada, y los torrentes de sangre. Sin embargo, luché contra tales pensamientos, y consideré que tal vez, después de todo, no había pasado nada malo. Por la tarde, a la hora de comer, decidí apremiarlo a que fijara el día para iniciar nuestras vacaciones en París. Estábamos charlando tranquilamente; mi hermano acababa de tomar su medicina. Iba yo a abordar el tema, cuando las palabras se me borraron del pensamiento, y me pregunté por un segundo qué peso frío e intolerante oprimía mi corazón y me sofocaba con angustioso horror, como si me hubieran encerrado viva en un ataúd.

Habíamos comido sin encender las velas. La luz del crepúsculo se había ido apagando en la habitación, y las paredes y los rincones se quedaron sumidos en una oscuridad de sombras indistintas. Pero desde donde yo estaba sentada podía ver la calle, y cuando pensaba en lo que iba a decirle a Francis, el cielo comenzó a enrojecer y a brillar, ofreciendo el mismo espectáculo que tan bien recordaba. Y en el espacio que se abría entre las dos oscuras masas de edificios, apareció el tremendo resplandor de un incendio: cárdenos remolinos de nubes retorcidas, abismos enormes en llamas, veladuras grises como el vaho que se desprende de una ciudad humeante; en las alturas, una luz maligna e inflamada, nacida de las lenguas del más ardiente fuego, y en la tierra, como un inmenso lago de sangre. Volví los ojos a mi hermano. Iba a decirle algo, cuando vi su mano que descansaba sobre la mesa. Entre el pulgar y el índice tenía una señal, una especie de mancha del tamaño de una moneda de seis peniques que, por su coloración, parecía una magulladura. Sin embargo, tuve la certeza, sin saber por qué, de que no era consecuencia de un golpe. ¡Ah!, si la carne humana pudiera arder en llamas, y si la llama fuese negra como la pez, entonces podría explicar lo que tenía ante mí. Sin pensar en nada concreto, sin que mediara una palabra, me sentí invadida de horror al verlo, y en lo más profundo de mi ser comprendí que era el estigma de algún mal. Durante unos segundos, el cielo se oscureció como si de pronto se hiciera de noche. Cuando volvió a iluminarse, me encontraba sola en la habitación. Poco después, oía salir a mi hermano.

A pesar de la hora, me puse el sombrero y fui a visitar al doctor Haberden. En su amplio despacho, mal iluminado por una vela mortecina, conté al médico, con labios temblorosos y voz vacilante pese a mi determinación, todo lo que había sucedido desde el día en que mi hermano empezó a tomar la medicina hasta la horrible señal que había descubierto hacía apenas media hora.

Cuando hube terminado, el doctor me miró durante un momento con una expresión de piedad en su rostro.

—Querida señorita Leicester —dijo—, usted está angustiada por su hermano; se preocupa mucho por él, estoy seguro. Vamos, ¿no es así?

—Es verdad, me tiene preocupada —dije—. Hace una semana o dos, que no me siento tranquila.

—Perfectamente. Ya sabe usted lo complicado que es el cerebro.

—Comprendo lo que quiere usted decir, pero no estoy equivocada. He visto con mis propios ojos lo que acabo de decirle.

—Sí, sí; por supuesto. Pero sus ojos habían estado contemplando ese extraordinario crepúsculo que hemos tenido hoy. Es la única explicación. Ya tendrá ocasión de comprobarlo mañana a la luz del día, estoy seguro. Pero recuerde que estoy siempre dispuesto a prestarle cualquier ayuda que esté de mi mano. No vacile en acudir a mí o mandarme llamar si se encuentra en un apuro.

Me marché muy poco convencida, completamente confusa, llena de tristeza y temor, y sin saber qué hacer. Cuando, al día siguiente, nos reunimos mi hermano y yo, le dirigí una rápida mirada y descubrí, sobresaltada, que llevaba la mano derecha envuelta en un pañuelo. Se trataba de la mano en la que le había visto aquella mancha como de quemadura infernal.

—¿Qué te pasa en la mano, Francis? —le pregunté con firmeza.

—Nada importante. Me corté anoche un dedo y me hice sangre. Me lo he vendado lo mejor que he podido.

—Yo te lo curaré bien, si quieres.

—Déjalo, gracias. Así puedo tirar la mar de bien. Vamos a desayunar; estoy que me muero de hambre.

Nos sentamos. Yo no le quitaba ojo de encima. Apenas si comió o bebió nada. Le tiraba la comida al perro cuando creía que no le miraba. Había una expresión en sus ojos que nunca le había visto. De repente me cruzó por la imaginación la idea de que aquella expresión no era humana. Estaba firmemente convencida de que, por espantoso e increíble que fuese lo que había visto la noche anterior, no era ninguna ilusión, no era ningún engaño de mis sentidos, y en el transcurso de la mañana, fui nuevamente a casa del médico.

El doctor Haberden movió la cabeza con aire preocupado y escéptico, y reflexionó unos minutos.

—¿Y dice usted que continúa tomando la medicina? Pero ¿por qué? A mi entender, todos los síntomas de que se quejaba han desaparecido hace mucho. ¿Por qué continúa tomándose ese potingue, si se encuentra completamente bien? Y a propósito ¿dónde encargó que le prepararan la receta? ¿En casa de Sayce? Nunca envío nadie allí. El pobre hombre es muy viejo y se está volviendo descuidado. Supongo que no tendrá usted inconveniente en venir conmigo a su casa; me gustaría hablar con él.

Fuimos juntos a la farmacia. El viejo Sayce conocía al doctor Haberden, y estaba dispuesto a facilitarle cualquier clase de información.

—Según tengo entendido, usted lleva varias semanas preparando esta receta mía al señor Leicester —dijo el doctor, entregándole al anciano un pedazo de papel escrito.

—Sí —dijo—, y ya me queda muy poco. Este producto apenas se utiliza; yo lo he tenido en depósito durante mucho tiempo sin usarlo; si el señor Leicester continúa el tratamiento, tendré que encargar más.

—Por favor, déjeme echar una mirada al preparado —dijo Haberden.

El farmacéutico le dio un frasco. Le quitó el tapón, olió el contenido, y miró con extrañeza al anciano.

—¿De dónde ha sacado esto? —dijo—. ¿Qué es? Además, señor Sayce, esto no es lo que yo he prescrito. Sí, sí, ya veo que la etiqueta está bien, pero le digo que ésta no es la medicina que he recetado.

—Lleva mucho tiempo ahí —dijo el anciano, aterrado y tembloroso—. La adquirí en el almacén de Burbage, como de costumbre. No me la suelen pedir con frecuencia, y ahí ha estado desde hace algunos años. Como ve usted, ya queda muy poco.

—Será mejor que me lo dé —dijo Haberden—. Me temo que ha habido un malentendido.

Nos marchamos de la tienda en silencio; el médico llevaba el frasco envuelto en un papel, bajo el brazo.

—Doctor Haberden —dije, cuando ya llevábamos un rato caminando—, doctor Haberden.

—Sí —dijo él mirándome sombríamente.

—Quisiera que me dijese qué ha estado tomando mi hermano dos veces al día durante todo este mes.

—Con franqueza, señorita Leicester, no lo sé. Hablaremos de esto cuando lleguemos a mi casa.

Continuamos caminando deprisa sin pronunciar una palabra más, hasta que llegamos a su casa. Me rogó que me sentara, y comenzó a pasear de un extremo a otro de la habitación, con la cara ensombrecida por temores nada comunes.

—Bueno —dijo al fin—. Todo esto es muy extraño. Es natural que usted se sienta alarmada; por mi parte, debo confesar que estoy muy lejos de sentirme tranquilo. Dejaremos a un lado, se lo ruego, lo que usted me contó anoche y esta mañana. En todo caso persiste el hecho de que durante las últimas semanas el señor Leicester ha estado saturando su organismo con un preparado completamente desconocido para mí. Como le digo, eso no es lo que yo le receté. No obstante, todavía está por ver qué contiene realmente este frasco.

Lo desenvolvió, vertió cautelosamente unos pocos granos de polvo blanco en un pedacito de papel, y los examinó con interés.

—Sí —dijo—. Parece sulfato de quinina, como usted dice; forma escamitas. Pero huélalo.

Me tendió el frasco, y yo me incliné a oler. Era un olor extraño, empalagoso, etéreo, irresistible, como el de un anestésico fuerte.

—Lo mandaré a analizar —dijo Haberden—. Tengo un amigo dedicado a la química. Después sabremos a qué atenernos. No, no; no me diga nada sobre esa cuestión. Ahora no piense más en eso. Siga mi consejo y procure no darle más vueltas.

Aquella tarde, mi hermano no salió después de la comida, como era su costumbre.

—He echado mi cana al aire —dijo con una risa extraña— y debo volver a mis viejas costumbres. Un poco de legislación será el descanso adecuado, después de una dosis tan sobrecargada de placer.

Sonrió para sí, y poco después subió a su cuarto. Todavía llevaba la mano vendada.

El doctor Haberden pasó por casa unos días más tarde.

—No tengo ninguna noticia especial para usted —dijo—. Chambers está fuera de la ciudad, de manera que no sé nada nuevo sobre el potingue. Pero me gustaría ver al señor Leicester, si está en casa.

—Se encuentra en su habitación —dije—. Le diré que está usted aquí.

—No, no; yo subiré. Quiero hablar con él con toda tranquilidad. Me atrevería a decir que nos hemos alarmado demasiado por tan poca cosa. Al fin y al cabo, sea lo que sea, parece que ese polvo blanco le ha sentado bien.

El doctor comenzó a subir. Al pasar por el recibimiento, le oí llamar a la puerta, abrirse ésta, y cerrarse después. Estuve esperando en el silencio de la casa durante más de una hora. La quietud se volvía cada vez más intensa, mientras giraban las manecillas del reloj. Luego, oí arriba el ruido de una puerta que se abría vigorosamente, y el médico bajó. Sus pasos cruzaron el recibimiento y se detuvieron ante la puerta. Contuve la respiración, angustiada, y al mirarme en un espejo me encontré terriblemente pálida. Entonces abrió, dio unos pasos, y se quedó allí, de pie, sosteniéndose con una mano en el respaldo de una silla. El labio inferior le temblaba de emoción. Tragó saliva y tartamudeó una serie de sonidos ininteligibles, antes de hablar.

—He visto a ese hombre —comenzó, en un áspero susurro—. Acabo de pasar una hora con él. ¡Dios mío! ¡Y estoy despierto, con mis cinco sentidos! Me he enfrentado toda mi vida con la muerte y conozco las ruinas y la descomposición de nuestra envoltura terrena… ¡Pero eso no, Dios mío, eso no!

Y se cubrió el rostro con las manos para apartar de sí alguna horrible visión.

—No me mande llamar otra vez, señorita Leicester —dijo, recobrando su serenidad—. Nada puedo hacer ya por esta casa. Adiós.

Le vi bajar, tambaleante, la escalinata al cruzar la calzada en dirección a su casa. Me dio la impresión de que había envejecido lo menos diez años desde que había entrado.

Mi hermano permaneció en su habitación. Me llamó con voz apenas reconocible y me dijo que estaba muy ocupado, que le gustaría que le subieran la comida y que se la dejasen junto a la puerta, de modo que así lo ordené a los criados. Desde aquel día, me pareció como si el concepto arbitrario que llamamos tiempo se hubiera borrado para mí. Vivía yo con una sensación continua de horror, llevando a cabo maquinalmente la rutina de la casa, y hablando sólo lo imprescindible con los criados. Salía a pasear todos los días una hora o dos y luego regresaba a casa otra vez. Pero tanto como fuera, mi espíritu se detenía ante la puerta cerrada de la habitación superior y, temblando, esperaba que se abriera.

He dicho que apenas me daba cuenta del tiempo, pero creo que debió transcurrir un par de semanas, desde la visita del doctor Haberden, cuando un día, después del paseo, regresaba a casa algo reconfortada y con cierta sensación de alivio. El aire era suave y agradable, y las formas vagas de las hojas verdes, que flotaban en la plaza como una nube, y el perfume de las flores, transportaban mis sentidos. Me sentía feliz y caminaba con ligereza. Cuando iba a cruzar la calle para entrar en casa, me detuve un momento porque pasaba un carruaje, y miré hacia arriba por casualidad. Instantáneamente se llenaron mis oídos de un fragor tumultuoso de aguas profundas. El corazón me dio un vuelco, se me paralizó como en un vacío sin fondo, y me quedé sobrecogida de terror. Extendí ciegamente una mano en la oscuridad para no caer, en tanto que el suelo temblaba bajo mis pies, perdía consistencia y parecía hundirse. En el momento de mirar hacia la ventana de mi hermano, se abrió el postigo, y algo dotado de vida se asomó a contemplar el mundo. Nada. No puedo decir si vi un rostro humano o algo que se le pareciera. Era una criatura viviente con dos ojos llameantes que me miraron desde el centro de algo deforme que constituía el símbolo, el testimonio del mal y la corrupción. Durante cinco minutos permanecí inmóvil, sin fuerzas, presa de una angustiosa repugnancia y horror. Al llegar a la puerta, eché a correr escaleras arriba, hasta la habitación de mi hermano, y llamé a la puerta.

—¡Francis, Francis! —grité—. Por el amor del Cielo, contéstame. ¿Qué bestia espantosa tienes en la habitación? ¡Arrójala, Francis, échala de aquí!

Oí un ruido como de pies que se arrastraban, lentos y cautelosos, y un sonido ahogado, estertoroso, como si alguien se esforzara por decir algo. Después, una voz pronunció unas palabras que apenas llegué a entender.

—Aquí no hay nada —dijo la voz—. Por favor, no me molestes. No me encuentro bien hoy.

Bajé de nuevo, sobrecogida de miedo, y no obstante, sin poder hacer nada. Me preguntaba por qué me habría mentido Francis, puesto que, aun de manera fugaz, había visto la aparición aquella demasiado claramente para equivocarme. Me senté en silencio, consciente de que había sido algo más, algo que había visto al primer pronto, antes de que aquellos ojos llameantes se fijaran en mí. Y, súbitamente, lo recordé. Al mirar hacia arriba, las contraventanas se estaban cerrando, pero tuve tiempo de ver el ademán de aquella criatura. Al evocarlo, comprendí que la imagen no se borraría jamás de mi memoria. No era una mano. No había dedos que cogieran la hoja de madera, sino un muñón negro que se limitó a empujarla. El perfil consumido y su torpe movimiento, como el de la zarpa de una bestia, se había grabado en mis sentidos antes de sumirse en aquella oleada de terror que me dejó anonadada. Me horroricé de acordarme y de pensar que aquella criatura vivía con mi hermano. Subí otra vez y llamé desesperadamente, pero no me contestó. Aquella noche, uno de los criados vino a mí y me contó con cierto recelo que hacía tres días que venía colocando regularmente la comida junto a la puerta y que después la retiraba intacta. La doncella había llamado, pero no había recibido contestación; sólo oyó el arrastrar de pies que yo había oído. Pasaron los días, uno tras otro, y siguieron dejándole a mi hermano las comidas delante de la puerta, retirándolas intactas, y aunque llamé repetidamente a la puerta, no conseguí jamás que me contestara. La servidumbre comenzó entonces a murmurar. Al parecer, estaban tan alarmados como yo. La cocinera dijo que, cuando mi hermano se encerró por primera vez en su habitación, ella empezó a oírle salir habitualmente por la noche, y deambular por la casa; y una vez, según dijo, oyó abrir la puerta del recibimiento, y cerrarla a continuación. Pero llevaba varias noches que no oía ruido alguno. Por último, la crisis se desencadenó. Fue en la oscuridad del atardecer. El cuarto de estar se iba poblando de tinieblas, cuando un alarido terrible desgarró el silencio y, escaleras abajo, oí el escabullirse de unos pasos precipitados. Aguardé, y un segundo después irrumpió la doncella en el cuarto de estar y se quedó delante de mí, pálida y temblorosa.

—¡Oh, señorita Helen! —balbució—. ¡Santo Dios, señorita Helen! ¿Qué ha pasado? Mire mi mano, señorita, ¡mire esta mano!

La llevé hasta la ventana, y vi una mancha negra y húmeda en la mano que me enseñaba.

—No te comprendo —dije—. ¿Quieres explicarte?

—Estaba arreglándole la habitación a usted en este momento —empezó—. Estaba poniéndole sábanas limpias, y de repente me ha caído en la mano algo mojado. Al mirar hacia arriba, he visto que era el techo, que goteaba justo encima de mí.

La miré con firmeza y me mordí los labios.

—Ven conmigo —dije—. Tráete tu vela.

La habitación donde dormía yo estaba debajo de la de mi hermano. Al entrar, me di cuenta de que yo temblaba también. Miré hacia arriba. En el techo había una mancha negra, líquida, goteante; abajo, un charco horrible empapaba la blanca ropa de mi cama.

Me lancé precipitadamente escalera arriba y llamé con furia sobre la puerta.

—¡Francis, Francis, hermano mío! ¿Qué ha pasado?

Me puse a escuchar. Hubo un sonido ahogado; luego, un gorgoteo, como una especie de vómito, pero nada más. Llamé más fuerte, pero no contestó.


A pesar de lo que el doctor Harbeden había dicho, fui a buscarlo. Le conté, con los ojos arrasados en lágrimas, lo que había sucedido, y él me escuchó con una expresión de dureza en el semblante.

—En recuerdo del padre de usted, iré —dijo finalmente—. Iré con usted, aunque nada puedo hacer por él.

Salimos juntos. Las calles estaban oscuras, silenciosas, sofocantes por el calor y la sequedad de las últimas semanas. Bajo las luces de gas, el rostro del doctor se veía blanco. Cuando llegamos a casa, le temblaban las manos.

No nos paramos, sino que subimos directamente. Yo sostenía la lámpara y él llamó en voz alta:

—Señor Leicester, ¿me oye? Insisto en verle a usted. Conteste inmediatamente.

No hubo respuesta, pero los dos oímos aquel gorgoteo al que me he referido.

—Señor Leicester, estoy esperando. Abra la puerta inmediatamente, o me veré obligado a echarla abajo —dijo.

Y aún volvió a llamar, elevando la voz de tal manera, que los ecos resonaron por todo el edificio:

—¡Señor Leicester! Por última vez, le exijo que abra.

—¡Bueno! —exclamó, después de unos momentos de silencio—, estamos malgastando el tiempo. ¿Sería usted tan amable de proporcionarme un atizador o algo parecido?

Corrí a una pequeña habitación que servía de desván, donde encontré una especie de azada que me pareció de utilidad.

—Muy bien —dijo—, es justo lo que quería. ¡Pongo en conocimiento de usted, señor Leicester, que voy a destrozar la puerta!

Luego comenzó a descargar golpes con la azada, haciendo saltar la madera en astillas. De pronto, la puerta se abrió, y al mismo tiempo brotó de la oscuridad el rugido monstruoso de una voz inhumana.

—Sostenga la lámpara —dijo el doctor.

Entramos y miramos rápidamente por toda la habitación.

—Ahí está —dijo el doctor Harberden, dejando escapar un suspiro—. Mire, en ese rincón.

Miré, en efecto, y sentí una punzada de horror en el corazón. En el suelo había una masa oscura, una plasta corrompida y amorfa, ni líquida ni sólida, que se derretía y se transformaba ante nuestros ojos con un gorgoteo de burbujas oleaginosas. Y en el centro brillaban dos puntos flameantes, como dos ojos. Y vi, también, cómo se sacudió aquella masa en una contorsión temblorosa, y cómo trató de alzarse algo que podía ser un brazo. El doctor se adelantó y descargó un golpe de azada entre los dos puntos brillantes. Volvió a enarbolar la herramienta, y continuó descargándola una y otra vez con furiosa frecuencia.


 Un par de semanas más tarde, cuando ya me había recobrado algo del terrible shock, el doctor Haberden vino a visitarme.

 —He traspasado mi clientela —empezó—. Mañana emprendo un largo viaje por el mar. No sé si volveré alguna vez a Inglaterra; es muy probable que compre un pedazo de tierra en California y me quede allí para el resto de mis días. Le he traído este sobre, que usted podrá abrir y leer cuando se sienta con fuerza y valor para ello. Contiene el informe del doctor Chambers sobre lo que se le pidió que analizara. Adiós, señorita, y que Dios la bendiga.

No podía esperar. En cuanto se hubo marchado, rasgué el sobre y me leí el documento de un tirón. Aquí está:

Mi querido Haberden: Le pido mil perdones por haberme retrasado en contestar su pregunta sobre la sustancia blanca que me envió. Para serle sincero, he estado algún tiempo sin saber qué determinación tomar, porque en las ciencias físicas existe tanto fanatismo y unas reglas tan ortodoxas como en la teología, y sabía que si yo me decidía a contarle a usted la verdad, podía granjearme la animosidad que bien cara me costó ya una vez. No obstante, he decidido ser sincero con usted, así que, en primer lugar, permítame entrar en una breve aclaración personal.

Usted me conoce, Haberden, desde hace muchos años, y sabe que soy hombre de ciencia. Usted y yo hemos hablado a menudo de nuestras profesiones, y hemos discutido sobre el abismo que se abre a los pies de quienes creen alcanzar la verdad por caminos que se aparten de la vía ordinaria de la experiencia y la observación de la materia. Recuerdo el desdén con que me hablaba usted una vez de aquellos científicos que han escarbado un poco en lo oculto e insinúan tímidamente que tal vez, después de todo, no sean los sentidos el límite eterno e impenetrable de todo conocimiento, la frontera inmutable, más allá de la cual ningún ser humano ha llegado jamás. Los dos nos hemos reído cordialmente, y creo que con razón, de las tonterías del «ocultismo» actual, disfrazado bajo nombres diversos: mesmerismos, espiritualismos, materializaciones, teosofías, y toda la complicada infinidad de imposturas, con su aparato de tramoya y conjuros irrisorios, que son la verdadera armazón de la magia que se ve por las calles londinenses. Con todo, a pesar de lo que he dicho, debo confesarle que no soy materialista, tomando este término en su acepción usual. Hace ya muchos años que me he convencido —que me he convencido yo, que como usted sabe muy bien, he sido siempre escéptico—, de que mi vieja teoría de la limitación es absoluta y totalmente falsa. Quizá esta confesión no le sorprenda a usted en la misma medida en que le hubiera sorprendido hace una veintena de años, porque estoy seguro de que no habrá dejado de observar que, desde hace algún tiempo, ciertas hipótesis han sido superadas por hombres de pura ciencia trascendental; y me temo que la mayor parte de los modernos químicos y biólogos de reputación no dudarían en suscribir el dictumde la vieja escolástica, Omnia exeunt in mysterium, lo que viene a significar que cada rama del ser humano, si tratamos de remontarnos a sus orígenes y primeros principios, se desvanece en el misterio. No tengo por qué fastidiarle a usted ahora con una relación detallada de los dolorosos pasos que me han conducido a mis conclusiones.

Unos cuantos experimentos de lo más simples me dieron motivo para dudar de mi propio punto de vista, y la sucesión de conclusiones que se desencadenaron a partir de unas circunstancias relativamente paradójicas, me llevó bastante lejos. Mi antigua concepción del universo se ha venido abajo; estoy en un mundo que me resulta extraño y espantoso como tremendo pudiera parecer el oleaje del océano a quien lo contempla por primera vez. Ahora sé que los límites de los sentidos, que parecían tan impenetrables —cerrados por arriba, impidiendo toda percepción celestial, y por abajo sumiendo las tinieblas en una profundidad inalcanzable— no son las barreras tan inexorablemente herméticas que habíamos pensado, sino velos finísimos y etéreos que se deshacen ante el investigador y se disipan como la neblina matinal de los riachuelos. Sé que usted no adoptó jamás una postura extremadamente materialista; usted no trató de establecer una negación universal y su sentido común le apartó de tamaño absurdo. Pero estoy convencido de que encontrará extraño lo que digo, y repugnará a su forma habitual de pensar. No obstante, Haberden, es cierto lo que digo. Es más, para adoptar nuestro lenguaje común, se trata de la verdad única y científica, probada por la experiencia. Y el universo es, ciertamente, más fastuoso y más terrible que los fantásticos desvaríos de nuestros sueños. El universo entero, mi buen amigo, es un tremendo sacramento, una fuerza, una energía mística e inefable, velada por la forma exterior de la materia. Y el hombre, y el sol, y las demás estrellas, y la flor, y la yerba, y el cristal de tubo de ensayo son, uno por uno y conjuntamente, tanto materiales como espirituales y están sujetos todos a una actividad interior.

Probablemente se preguntará usted, Haberden, adonde voy a parar con todo esto; pero creo que una pequeña reflexión podrá ponerlo en claro. Usted comprenderá que, desde semejante punto de vista, cambia la concepción de todas las cosas y lo que nos parecía increíble y absurdo puede ser perfectamente posible. En resumen, debemos volvernos hacia la leyenda y mirarla con otros ojos, y estar preparados para aceptar estos hechos que se han convertido con el tiempo en meras fábulas. En verdad, esta exigencia no es desmedida. Al fin y al cabo, la ciencia moderna admite muchas cosas, aunque de manera hipócrita. No se trata, evidentemente, de creer en la brujería, pero ha de concederse cierto crédito al hipnotismo; los fantasmas han pasado de moda, pero aún hay mucho que decir sobre telepatía. Es casi proverbial que la ciencia dé un nombre griego a una superstición, para creer entonces en ella.

Hasta aquí, mi aclaración personal. Ahora bien, usted me envió una redoma tapada y sellada, que contenía una pequeña cantidad de polvo blanco y escamoso que cierto farmacéutico ha proporcionado a uno de sus pacientes. No me sorprende el hecho de que usted no haya conseguido ningún resultado en sus análisis. Es una sustancia que desde hace muchos cientos de años ha caído en el olvido y es prácticamente desconocida hoy día. Jamás hubiera esperado que me llegara de una farmacia moderna. Al parecer, no hay ninguna razón para dudar de la veracidad del farmacéutico. Efectivamente, pudo comprar en un almacén, como dice, las sales que usted prescribió; y es muy posible también que permanecieran en su estante durante veinte años, o tal vez más. Aquí comienza a intervenir lo que solemos llamar azar o casualidad: durante todos estos años, las sales de esa botella han estado expuestas a ciertas variaciones periódicas de temperatura; variaciones que probablemente oscilan entre los 4° y los 27° Celsius. Y por lo que se ve, tales alteraciones, repetidas año tras año durante períodos irregulares, con diversa intensidad y duración, han provocado un proceso tan complejo y delicado que no sé si un moderno aparato científico, manejado con la máxima precisión, podría producir el mismo resultado. El polvo blanco que usted me ha enviado es algo muy diferente del medicamento que usted recetó; es el polvo con que se preparaba el Vino Sabático, el Vinum Sabbati. Sin duda habrá leído usted algo sobre los Aquelarres de las Brujas, y se habrá reído con los relatos que hacían temblar de miedo a nuestros mayores: gatos negros, escobas y maldiciones formuladas contra la vaca de alguna pobre vieja. Desde que descubrí la verdad, he pensado a menudo que, en general, es una suerte que se crea en todas estas supercherías, porque de este modo sirven de pantalla para muchas otras cosas que es preferible ignorar. No obstante, si se toma la molestia de leer el apéndice a la monografía de Payne Knight, encontrará que el verdadero Aquelarre era algo muy diferente, aunque el escritor haya callado ciertos aspectos que conocía muy bien. Los secretos del verdadero Aquelarre databan de tiempos muy remotos, y han sobrevivido hasta la Edad Media. Son los secretos de una ciencia maligna que existía muchísimo antes de que los arios entraran en Europa. Hombres y mujeres, seducidos y sacados de sus hogares con pretextos diversos, iban a reunirse con ciertos seres especialmente calificados para asumir con toda justicia el papel de demonios. Estos hombres y estas mujeres eran conducidos por sus guías a algún paraje solitario y despoblado, tradicionalmente conocido por los iniciados y desconocido para el resto del mundo. Quizá a una cueva, en algún monte pelado y barrido por el viento, o puede que a un recóndito lugar en algún bosque inmenso. Y allí se celebraba el Aquelarre. Allí, a la hora más oscura de la noche, se preparaba el Vinum Sabbati, se llenaba el cáliz diabólico hasta los bordes y se ofrecía a los neófitos, quienes participaban de un sacramento infernal; sumentes calicem principis inferorum, como lo expresa muy bien un autor antiguo.

Y de pronto, cada uno de los que habían bebido se veía atraído por un acompañante (mezcla de hechizo y tentación ultraterrena) que lo llevaba aparte para proporcionarle goces más intensos y más vivos que los del ensueño, mediante la consumación de las nupcias sabáticas. Es difícil escribir sobre estas cosas, principalmente porque esa forma que atraía con sus encantos no era una alucinación sino, por espantoso que parezca, él mismo. Debido al poder del vino sabático —unos pocos granos de polvo blanco disueltos en un vaso de agua— la morada de la vida se abría en dos, disolviéndose la humana trinidad, y el gusano que nunca muere, el que duerme en el interior de todos nosotros, se transformaba en un ser tangible y objetivo y se vestía con el ropaje de la carne. Y entonces, a la hora de la medianoche, se repetía y representaba la caída original, y el ser espantoso que se oculta bajo el mito del Árbol de la Ciencia, era nuevamente engendrado. Tales eran las nuptiae sabbati.

Prefiero no seguir. Usted, Haberden, sabe tan bien como yo que no pueden infringirse impunemente las leyes más insignificantes de la vida, y que un acto terrible como éste, en el que se abría y profanaba el santuario más íntimo del hombre, era seguido de una venganza feroz. Lo que comenzaba con la corrupción, terminaba también con la corrupción.

Debajo sigue una nota añadida por el doctor Haberden:

Todo esto, por desdicha, es estricta y absolutamente cierto. Su hermano me lo confesó todo la mañana en que estuve con él. Lo primero que me llamó la atención, fue su mano vendada, y le obligué a que me la enseñara. Lo que vi, y eso que hace ya bastantes años que ejerzo la medicina, me puso enfermo. Y la historia que me vi obligado a oír, fue infinitamente más espantosa que lo que habría sido capaz de imaginar. Hasta me sentí tentado a dudar de la Bondad Eterna del Cielo, por permitir que la naturaleza ofrezca tan abominables posibilidades. Si no hubiera visto usted el desenlace con sus propios ojos, le habría pedido que no creyera nada de todo esto. A mí no me queda demasiado tiempo de vida, pero usted es joven, y podrá olvidarlo.


DR. JOSEPH HABERDEN

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