La hija de Rapaccini
Nathaniel Hawthorne *
(Parte 2)
Al ver de nuevo a Beatriz, el
joven se maravilló de que su belleza excediese incluso al recuerdo
que conservaba de ella; era tan brillante e intensa, que resplandecía
al sol, y, como Giovanni se dijo a sí mismo, iluminaba los más
sombríos rincones del fantástico jardín. Su rostro era ahora mucho
más visible que la primera vez que tuvo ocasión de contemplarlo, y
a Giovanni le llamó la atención su expresión de sencillez y de
dulzura, cualidades que no había imaginado que la joven pudiese
poseer y que le hicieron preguntarse cómo sería su carácter. De
nuevo le pareció encontrar cierta semejanza entre la hermosa hija de
Rapaccini y el espléndido arbusto que lucía flores parecidas a
gemas purpúreas, analogía que Beatriz acentuaba con la forma de sus
trajes y los colores que escogía.
Cuando estuvo cerca de la planta, la joven abrió sus brazos, como
si estuviera poseída de un ardor apasionado y oprimió sus ramas en
un abrazo íntimo, tan íntimo que quedó semioculta en el seno de
las hojas, y los dorados rizos de su pelo se entremezclaban con las
flores.
—¡Dame tu aliento, hermana mía! —exclamó Beatriz—. Dame
tu aliento, pues con el aire común me siento débil. Y dame
también tus flores, que separaré con delicadeza de tu tallo y
colocaré junto a mi corazón.
Mientras pronunciaba estas palabras, la hermosísima hija del
doctor Rapaccini cortó una de las flores más espléndidas y se
dispuso a prenderla en su pecho. En aquel momento ocurrió algo
singular, a no ser que el vino hubiese perturbado los sentidos de
Giovanni. Un pequeño reptil de color anaranjado, semejante a un
lagarto o a un camaleón, se deslizaba en aquel instante por el
sendero, junto a los pies de Beatriz. A Giovanni le pareció —ya
que a la distancia en que se encontraba apenas si pudo ver una cosa
tan diminuta— que una o dos gotas del jugo del tallo roto de la
flor caían sobre la cabeza del animalito. Por espacio de un par de
segundos el reptil se contorsionó con violencia y luego quedó
completamente inmóvil. Beatriz observó aquel fenómeno
extraordinario y se santiguó con tristeza, aunque sin revelar la
menor sorpresa, y no dudó en prenderse en su pecho la flor fatal.
Allí se hizo más roja y lanzó unos destellos casi tan vivos como
los de una piedra preciosa, confiriendo al vestido de la joven y a
todo su aspecto en general un extraordinario encanto. Sin embargo,
Giovanni, saliendo de la sombra de la ventana, se inclinó hacia
adelante y volvió a retirarse inmediatamente, murmurando en voz baja
y temblorosa:
—¿Estoy despierto? ¿Estoy en mi sano juicio? ¿Qué es lo que
pasa? ¿Puede ser bella, y, al mismo tiempo, un ser insensible y
terrible?
Beatriz caminaba ahora cuidadosamente por el jardín y se detuvo
tan cerca de la ventana de Giovanni que el joven no tuvo más remedio
que asomar la cabeza fuera de la ventana con objeto de satisfacer la
intensa y dolorosa curiosidad que la hija de Rapaccini despertaba en
él. En aquel preciso instante divisó un insecto que volaba por
encima de la tapia del jardín; quizás había estado vagabundeando
por la ciudad y no halló flores ni verdor, hasta que los intensos
perfumes de los arbustos de Rapaccini lo habían tentado. Sin posarse
en las flores, ya que no parecía sentir más atractivo que el de
Beatriz, se entretuvo revoloteando en el aire en torno a su cabeza.
Los ojos de Giovanni Guasconti no podían ahora engañarlo. Y lo que
vio fue que, mientras Beatriz contemplaba al insecto con infantil
alegría, el animalito descendió en su vuelo hasta caer a los pies
de la joven; allí permaneció unos segundos, agitando débilmente
las alas, y luego quedó completamente inmóvil, muerto. ¿Cuál
había sido la causa de su muerte? Giovanni lo ignoraba. ¿Sería
acaso el aliento de la joven? Una vez más, Beatriz se santiguó y
suspiró al inclinarse sobre el insecto muerto.
Un impulsivo movimiento de Giovanni hizo que la joven alzase sus
ojos hacia la ventana. Contempló la hermosa cabeza del estudiante,
más parecida a una cabeza griega que a una italiana, de rasgos
bellos y regulares y ensortijados cabellos dorados que la miraba
desde lo alto como si estuviera suspendida en el aire.
Giovanni, sin darse apenas cuenta de lo que hacía, le lanzó el
ramo de flores que hasta entonces había tenido en la mano.
—Señorita —le dijo—, acepte estas flores puras y
saludables. Acéptelas en nombre de Giovanni Guasconti.
—Gracias, señor —respondió Beatriz con su armoniosa voz, que
sonó como un chorro musical, y con una alegre expresión, mitad
infantil y mitad de mujer.
—No las merezco —murmuró Giovanni.
—Acepto su presente y siento no poder recompensarlo con esta
preciosa flor purpúrea, porque aunque se la enviara por el aire
no lo alcanzaría. Así, pues, señor Guasconti, tendrá que
conformarse con las gracias.
Recogió el ramillete del suelo y, como avergonzada de haber
hablado con un desconocido, faltando a la reserva que debe mostrar
siempre una doncella, se dirigió presurosa hacia la casa a través
del jardín. Pero, a pesar del escaso tiempo transcurrido, a Giovanni
le pareció, cuando la muchacha estaba ya a punto de desaparecer por
el porche, que su bello ramillete empezaba a marchitarse en sus
manos. Era una idea descabellada, no había posibilidad de distinguir
unas flores marchitas de otras lozanas a tanta distancia.
En los días que siguieron a aquel incidente, el joven evitó la
ventana que daba al jardín del doctor Rapaccini, como si algo frío
y monstruoso hubiese apagado su vista. Tenía la impresión de haber
caído, en cierto modo, bajo el influjo de un poder ininteligible a
través de la relación que había entablado con Beatriz. La conducta
más prudente sería, si su corazón corría un verdadero peligro,
marcharse de la casa donde se alojaba, e incluso de Padua. No debía
acostumbrarse de ningún modo a la cotidiana vista de Beatriz, y lo
mejor sería evitar el verla en absoluto, ya que su proximidad y la
posibilidad de trato con ella harían que la fantasía de Giovanni
corriese desenfrenada, dando cuerpo y realidad a los encuentros que
su imaginación creaba continuamente. Guasconti no era un joven
apasionado —o en todo caso no lo estaba—, pero tenía una gran
fantasía y un ardiente temperamento meridional que tendía a cada
instante a las mayores agitaciones. Giovanni no sabía si Beatriz
poseía o no aquel aliento mortífero, aquella afinidad con unas
flores muy hermosas y al mismo tiempo fatales que él había creído
descubrir, pero lo cierto es que había inoculado un veneno sutil y
activo en todo su ser. No era amor, aunque la gran belleza de la
joven le trastornaba; ni horror, a pesar de que suponía que su
espíritu estaría impregnado del mismo perfume pernicioso que
parecía poseer su organismo. Era una mezcla desordenada de ambos
sentimientos, de amor y de horror; uno le abrasaba y otro le hacía
temblar. Giovanni no sabía qué temer o qué esperar; esperanza y
temor luchaban sin cesar en su pecho, venciéndose alternativamente e
iniciando de nuevo la lucha. Benditas sean todas las emociones
simples, sean buenas o malas. La lóbrega mezcla de las dos produce
los resplandores que alumbran las regiones infernales.
A veces trataba de mitigar la fiebre de su espíritu paseando de
prisa por las calles de Padua o saliendo de sus murallas; sus pasos
seguían el ritmo de los latidos de su cerebro, de modo que en
ocasiones el paseo se convertía en una carrera. Un día se sintió
apresado por los brazos de un personaje respetable que se había
vuelto al reconocer al joven y que necesitó mucho aliento para
alcanzarle.
—¡Señor Giovanni! ¡Párese, mi joven amigo! —exclamó—.
¿No me ha reconocido? Lo creería posible, si yo estuviera tan
cambiado como usted.
Era Baglioni, al cual Giovanni había evitado desde su primer
encuentro por temor a que la sagacidad del profesor pudiera leer su
secreto. Luchando por recobrarse, miró extrañado desde su mundo
interior y habló como un hombre en sueños.
—Sí, soy Giovanni Guasconti y usted es el profesor Pietro
Baglioni. Y, ahora, déjeme pasar.
—Un momento, un momento, señor Giovanni Guasconti —dijo el
profesor, sonriendo, al tiempo que examinaba al joven con mirada
atenta—. ¿Cómo voy a dejar que pase por mi lado como un extraño
el hijo de un amigo de la infancia? Calma, señor Giovanni. Antes de
que nos separemos quiero hablar unos instantes con usted.
—En tal caso, no perdamos tiempo, querido profesor —replicó
Giovanni con febril impaciencia—. ¿No se da cuenta su señoría de
que tengo prisa?
Mientras hablaban vieron avanzar por la calle, en dirección a
ellos, a un hombre vestido de negro, encorvado y de andar vacilante,
como si estuviera enfermo. Su rostro tenía un tinte enfermizo y
cetrino, pero poseía una expresión de inteligencia tan aguda que el
observador pasaba por alto las condiciones físicas para fijarse
únicamente en su asombrosa energía intelectual. Al cruzarse con
Giovanni y el profesor Baglioni cambió un saludo frío y distante
con este último, pero fijó una mirada tan intensa en Giovanni, que
dio la impresión de que acababa de extraer del interior del joven
todo lo que de valor tenía dentro. Sin embargo, en su mirada había
una serenidad peculiar, como si el interés que le inspiraba el joven
fuese meramente especulativo y no humano.
—¡Ése es el doctor Rapaccini! —murmuró el profesor, una vez
que hubo pasado el desconocido—. ¿Lo ha visto a usted
anteriormente?
—Que yo sepa, no —respondió Giovanni, sobresaltándose al oír
el nombre.
—¡Él lo ha visto! ¡Tiene que haberlo visto! —exclamó
Baglioni con pasión—. Ese hombre lo está estudiando a usted por
algún motivo. ¡Conozco ese modo de mirar! Es la misma frialdad que
revela su rostro cuando se inclina sobre un pájaro, un ratón o una
mariposa, a los cuales ha matado con el perfume de una flor en el
curso de un experimento: una mirada tan profunda como la naturaleza
misma, pero desprovista de amor. Señor Giovanni, apuesto la vida a
que es usted objeto de uno de los experimentos del doctor Rapaccini.
—¿Pretende usted asustarme? —inquirió Giovanni, con intensa
emoción—. Eso, señor profesor, sería un experimento muy molesto.
—¡Paciencia! ¡Paciencia! —exclamó el imperturbable
profesor—. Le repito, mi pobre Giovanni, que el doctor Rapaccini
encuentra en usted un interés científico. Ha caído usted en unas
manos terribles. ¿Y qué papel juega en este misterio la señorita
Beatriz?
Guasconti, encontrando insoportable la impertinencia de Baglioni,
se marchó antes de que el profesor pudiera retenerlo de nuevo. El
profesor se quedó mirando al joven mientras se alejaba y se encogió
de hombros.
«No puedo consentir esto —se dijo Baglioni—. El muchacho es
hijo de un viejo amigo mío y quién sabe lo que podría acarrearle
la arcana ciencia de la Medicina. Por otra parte, la impertinencia de
Rapaccini es intolerable: me quita, como quien dice, al muchacho de
las manos y trata de utilizarlo para sus experimentos infernales.
Pero ¡veremos! ¡Tal vez, inteligente Rapaccini, frustre yo tu
sueño!».
Entretanto, Giovanni había seguido su camino, llegando por fin
ante la puerta de la casa donde se alojaba. Al cruzar el umbral se
encontró con la vieja Lisabetta, la cual sonrió con zalamería y
dio muestras de querer llamar su atención, aunque inútilmente, pues
la ardiente ebullición de los sentimientos de Giovanni se había
trocado de pronto en una fría y desinteresada vacuidad. Volvió sus
ojos hacia la arrugada cara que se plegaba todavía más en una
sonrisa, pero no pareció verla. La anciana, entonces, lo agarró por
la capa.
—¡Señor! ¡Señor! —murmuró, con una sonrisa en los labios
que daba a su rostro el aspecto de una grotesca máscara de madera
ennegrecida por los siglos—. ¡Escuche, señor! ¡Hay una
entrada secreta al jardín!
—¿Cómo? —exclamó Giovanni, volviéndose repentinamente,
como un objeto inanimado que adquiere de pronto una intensa vida—.
¿Una entrada secreta al jardín del doctor Rapaccini?
—¡Silencio! ¡Silencio! ¡No hable tan alto! —murmuró
Lisabetta, poniéndose la mano delante de la boca—. Sí, al jardín
del respetable doctor; podrá ver sus espléndidas plantas. Muchos
jóvenes de Padua darían de buena gana una moneda de oro para ser
admitidos entre esas flores.
Giovanni puso una mano en la de la vieja.
—Muéstreme el camino —dijo.
Una sospecha, nacida probablemente de su conversación con
Baglioni, cruzó su cerebro: tal vez la intervención de la anciana
Lisabetta estaba relacionada con la intriga, cualquiera que fuese su
naturaleza, en la que el profesor suponía que el doctor Rapaccini
estaba tratando de envolverle. Pero esta sospecha, aunque preocupó a
Giovanni, era insuficiente para detenerlo. El instante que tanto
había esperado de poder acercarse a Beatriz lo impulsaba con
demasiada fuerza. No importaba si ella era ángel o demonio; estaba
dentro de su ser de forma irremisible y tenía que obedecer la
llamada que le impulsaba a girar en círculos cada vez menores hacia
un fin que no intentaba adivinar. Sin embargo, por extraño que pueda
parecer, súbitamente le sobrevino la duda de si aquel intenso
interés por su parte no sería ilusorio; si sería tan profundo y
positivo como para justificar el dar un paso cuya trascendencia era
imprevisible; si no se trataba de una fantasía del cerebro de un
joven, sin que en ella participaran, o participaran sólo muy
levemente, sus sentimientos.
Vaciló unos instantes, pero finalmente, decidido, siguió hacia
adelante. Su macilenta guía lo condujo por varios pasillos oscuros
y, por último, se detuvo ante una puerta a través de la cual se oía
el susurro de las hojas recalentadas por el sol. Giovanni siguió
andando y se metió entre un arbusto que extendía sus zarcillos
sobre la oculta entrada, hasta llegar debajo de la ventana de su
habitación, en el área descubierta del jardín del doctor
Rapaccini.
A menudo sucede que, cuando se han vencido las dificultades, han
condensado su nebulosa sustancia en una realidad tangible, nos
hallamos tranquilos e incluso fríamente dueños de nosotros mismos,
en circunstancias cuya anticipación hubiese sido un delirio de
júbilo o de agonía. El destino se divierte desconcertándonos así.
La pasión, deseosa de tener ocasión de actuar, vacila perezosamente
cuando los acontecimientos parecen exigir su aparición. Y esto era
lo que le sucedía en aquel momento a Giovanni. Día tras día, su
pulso se había agotado febrilmente ante la improbable idea de una
entrevista con Beatriz y el deseo de estar con ella en aquel mismo
jardín, iluminado por el esplendor oriental de su belleza y tratando
de arrancar a su contemplación el misterio que él consideraba el
enigma de su propia existencia. Pero en aquel momento había nacido
en su pecho una ecuanimidad singular. Lanzó una mirada a su
alrededor para comprobar si veía a Beatriz o a su padre, y, dándose
cuenta de que estaba solo, empezó a examinar las plantas.
Su aspecto le desagradó; su esplendor parecía salvaje,
apasionado y, al propio tiempo, artificial. Casi todas las plantas
que crecían en aquel jardín habrían sobresaltado al viajero que
hubiese tropezado con ellas al cruzar un bosque, produciéndole la
impresión de que un rostro lo estaba espiando a través de la
espesura. Algunas de ellas hubieran llamado también la atención de
un entendido en la materia por su apariencia de artificialidad;
parecían una adulteración de varias especies vegetales mezcladas,
no muy distintas de las creadas por Dios, pero obra de la
depravada antasía de un hombre. Probablemente eran fruto del
experimento que en uno o dos casos había alcanzado el éxito de
combinar dos plantas hermosas en una sola. Luego éste adquiría el
sospechoso y siniestro aspecto característico de todo lo que crecía
en el jardín. Giovanni sólo pudo reconocer dos o tres plantas en
toda la colección, y de las especies que él sabía que eran
venenosas. Mientras estaba entretenido en estas observaciones, oyó
el crujido de un vestido de seda y, al volverse, vio aparecer a
Beatriz bajo el artístico porche.
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