SAWNEY BEAN Y SU FAMILIA
ANÓNIMO (DE LA TRADICIÓN INGLESA)
A pesar de que el siguiente
relato está confirmado con tanta seguridad como pueda estarlo
cualquier hecho histórico, resulta casi increíble, debido a las
monstruosas crueldades de que trata. No hay nada que hayamos oído
contar con las mismas garantías de certidumbre que pueda
comparársele, ni que muestre con tan horribles detalles hasta qué
extremos puede conducir a una persona un temperamento brutal, cuando
carece del freno de la educación y el conocimiento del mundo.
Sawney Bean nació en el
condado de Easth Lothian, a unos trece kilómetros al este de la
ciudad de Edimburgo, durante el reinado de Jaime I de Escocia. Su
padre se dedicaba a recortar setos y a excavar zanjas, e inició a su
hijo en la misma profesión. En su primera juventud se ganaba el pan
cotidiano con aquel oficio, pero siendo muy inclinado a la vagancia,
terminó por abandonar a sus padres y trasladarse a la parte
deshabitada de la región, llevándose con él a una mujer de
inclinaciones tan perversas como las suyas.
La pareja se instaló en una
cueva, cerca de una playa del litoral del condado de Galloway; allí
vivieron durante más de veinticinco años, sin ir a ninguna ciudad,
pueblo ni aldea.
En aquel tiempo tuvieron un
gran número de hijos y nietos, a los cuales criaron de acuerdo con
sus propios hábitos, sin la menor noción de humanidad ni de
sociedad civilizada. Nunca tuvieron ninguna compañía, y se
mantenían a sí mismos robando, siendo, además, tan crueles, que
nunca robaron a nadie sin asesinarlo previamente.
Gracias a este método
sanguinario, y al hecho de vivir tan apartados del mundo, transcurrió
mucho tiempo sin que fueran descubiertos; no habiendo nadie capaz de
sospechar cómo se perdían las personas que pasaban por el lugar
donde ellos vivían. Después de haber asesinado a un hombre, una
mujer o un niño, transportaban el cadáver a su madriguera, y allí
lo descuartizaban y después se lo comían; éste era su único
alimento; y a pesar de que llegaron a ser tan numerosos, normalmente
tenían un exceso de aquella repugnante comida, de modo que amparados
por la oscuridad nocturna solían arrojar al mar piernas y brazos de
las desdichadas víctimas, procurando hacerlo a una gran distancia de
la cueva en que vivían; aquellos miembros eran devueltos con
frecuencia por el mar a la playa, en diversas partes de la región,
para asombro y terror de los que los descubrían, y de otros que oían
hablar del macabro hallazgo.
Las desapariciones se hicieron
tan frecuentes, que provocaron un clamor general en toda la región;
sin que nadie supiera qué había sido de sus amigos o parientes, si
eran vistos por aquellos desalmados caníbales.
La alarma fue en aumento, ya
que no se podía viajar con seguridad por las proximidades de la
madriguera de aquellos malvados. Fueron enviados espías a aquellos
lugares; la mayoría de ellos no regresaron, y los que lo hicieron,
después de llevar a cabo minuciosas investigaciones y pesquisas, no
pudieron dar con las causas de aquellos misteriosos sucesos.
Varios honrados viajeros fueron
detenidos como sospechosos y ahorcados erróneamente con el apoyo de
alguna prueba circunstancial. También fueron ajusticiados varios
posaderos, sin otro motivo que el de haber alojado en sus posadas a
algunas personas que posteriormente habían desaparecido sin dejar
rastro. Se sospechó que habían asesinado a aquellas personas en sus
establecimientos y enterrado después los cadáveres en lugares donde
no resultara fácil descubrirlos. La justicia se ejerció con la
mayor severidad imaginable, a fin de evitar aquellas frecuentes y
atroces hazañas; hasta el punto de que muchos posaderos, que vivían
en la zona occidental de Escocia, abandonaron sus negocios, temiendo
correr la misma suerte, y buscaron otras ocupaciones.
Esto, por otra parte, ocasionó
muchos inconvenientes a los viajeros, que ahora encontraban grandes
dificultades de alojamiento para pasar la noche. En una palabra, toda
la región quedó casi despoblada.
Sin embargo, continuaban
produciéndose las desapariciones de súbditos del rey, de modo que
todo el mundo llegó a admirarse de que pudieran producirse
semejantes villanías sin que sus autores fuesen descubiertos. Ni uno
solo de los que habían sido ejecutados confesó su culpabilidad en
el patíbulo; por el contrario, afirmaron su inocencia hasta el
último momento.
Cuando los magistrados
comprobaron la inutilidad de aquellas medidas, renunciaron a los
procedimientos rigurosos, y confiaron en la Divina Providencia para
la resolución de aquel horrible misterio.
La familia de Sawney, entre
tanto, continuaba creciendo, y cada uno de sus miembros, cuando la
edad se lo permitía, ayudaba en la medida de sus fuerzas a perpetrar
los horribles crímenes, que seguían impunes. A veces atacaban a
cuatro, cinco o seis viajeros al mismo tiempo, pero nunca a más de
dos si iban a caballo; eran tan precavidos, además, que tendían dos
emboscadas, una delante de la otra, para evitar que alguno de los
atacados pudiera escapar, si se había librado de los primeros
asaltantes.
El lugar en el cual habitaban
era completamente solitario y, cuando subía la marea, el agua
penetraba en una extensión de casi doscientos metros en su vivienda
subterránea, que tenía casi dos kilómetros de longitud; de modo
que la gente armada que fue enviada a investigar ni siquiera se había
fijado en la cueva, incapaz de imaginar que algún ser humano pudiera
residir en semejante lugar de perpetuo horror y oscuridad.
El número de asesinatos
cometidos por aquellos salvajes no llegó a conocerse nunca con
exactitud; pero se calculó que en los veinticinco años que duraron
sus fechorías habían lavado sus manos con la sangre de un millar de
hombres, mujeres y niños, como mínimo.
Su descubrimiento tuvo lugar
finalmente en las siguientes circunstancias:
Un hombre y su esposa, montados
en el mismo caballo, regresaban un atardecer a su hogar después de
haber visitado una feria, y cayeron en la emboscada de aquellos
desalmados asesinos, que se lanzaron furiosamente sobre ellos. El
hombre se defendió valientemente con espada y pistola, derribando a
algunos de los asaltantes.
En el transcurso de la lucha la
pobre mujer cayó del caballo, e inmediatamente fue asesinada ante
los ojos de su marido, ya que las mujeres caníbales la degollaron y
empezaron a chupar su sangre con tanto placer como si fuera vino;
después le abrieron el vientre y le sacaron las entrañas. El
horrendo espectáculo hizo que el hombre redoblara sus esfuerzos para
defenderse, sabedor de que si caía en manos de sus enemigos correría
la misma suerte.
Quiso la Providencia que
mientras luchaba desesperadamente se presentara un grupo de veinte o
treinta hombres que habían estado en la misma feria; y ante partida
tan numerosa Sawney Bean y su sanguinario clan decidieron retirarse a
su madriguera, cruzando un tupido bosque.
El hombre, que era el primero
que salía con vida de una emboscada de los implacables asesinos,
contó a los recién llegados lo que había sucedido y les mostró el
cadáver de su esposa, que los forajidos no habían podido llevarse.
Todos quedaron estupefactos y horrorizados ante su relato; le
llevaron con ellos a Glasgow y pusieron el asunto en conocimiento de
los magistrados de la ciudad, los cuales informaron inmediatamente al
rey.
Tres o cuatro días más tarde,
Su Majestad en persona, con un ejército de cuatrocientos hombres,
salió para el lugar donde se había producido la tragedia, a fin de
registrar el terreno palmo a palmo, tratando de localizar a aquellos
seres diabólicos que desde hacía tanto tiempo venían siendo tan
nefastos para las regiones occidentales del reino.
El hombre que fue atacado era
el guía, y se llevaron también un gran número de sabuesos, no
omitiendo ningún medio humano que pudiera conducir a poner fin a
aquellas crueldades.
Sus primeras pesquisas
resultaron infructuosas; no consiguieron encontrar ninguna vivienda,
y a pesar de que pasaron por delante de la cueva de los malvados, no
le prestaron atención y continuaron su exploración a lo largo de la
playa, ya que la marea estaba baja en aquel momento. Por fortuna,
algunos de los sabuesos entraron en la madriguera, e inmediatamente
estalló un espantoso coro de ladridos, aullidos y gañidos; de modo
que el rey, con sus ayudantes, volvió sobre sus pasos y examinó la
entrada de la cueva, sin concebir que en un lugar donde sólo se veía
oscuridad pudiera ocultarse algún ser humano. No obstante, al ver
que el griterío de los perros iba en aumento, y que se negaban a
salir de la cueva, empezaron a imaginar que alguien debía vivir
allí. En consecuencia, fueron en busca de antorchas y un numeroso
grupo de hombres se aventuró en la caverna, a través de las más
intrincadas vueltas y revueltas, hasta que por fin llegaron a la
recóndita cavidad que servía de vivienda a aquellos monstruos.
El espectáculo que se ofreció
a la vista de los soldados fue algo que ninguno de ellos podría
olvidar mientras viviera. Piernas, brazos, manos y pies de hombres,
mujeres y niños colgaban en ristras, puestos a secar; había muchos
miembros en escabeche, y una gran masa de monedas de oro y de plata,
relojes, anillos, espadas, vestidos de todas clases y otros muchos
objetos que habían pertenecido a las personas asesinadas.
La familia de Sawney, en
aquella época, se componía de él mismo, su esposa, ocho hijos,
seis hijas y, como frutos incestuosos, dieciocho nietos y catorce
nietas.
Todos fueron encadenados por
orden de Su Majestad. Los soldados recogieron todos los restos
humanos que pudieron encontrar y los enterraron en las arenas. Luego
cargaron con el botín que habían reunido los asesinos y regresaron
con sus prisioneros a Edimburgo.
Sawney Bean y los miembros de
su familia no respondieron de sus crímenes ante ningún tribunal, ya
que se consideró innecesario juzgar a unos seres que se habían
mostrado enemigos declarados del género humano.
Los hombres fueron
descuartizados; les amputaron brazos y piernas y los dejaron
desangrar hasta que les sobrevino la muerte al cabo de unas horas.
Después de haber sido espectadores del justo castigo infligido a los
hombres, la esposa, las hijas y los nietos fueron quemados en tres
hogueras distintas. Todos aquellos malvados murieron sin dar la menor
señal de arrepentimiento; por el contrario, mientras les quedó un
hálito de vida, profirieron las más horribles maldiciones y
blasfemias.
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