La hija de Rapaccini-4

La hija de Rapaccini

Nathaniel Hawthorne *

(Parte 4)

 

En sus relaciones con Beatriz, Giovanni se había visto asaltado a menudo por negros presentimientos en lo que se refería a la naturaleza íntima de la hija de Rapaccini. Pero la joven se había comportado siempre de un modo tan sencillo, tan natural, tan cariñoso y tan ingenuo, que la descripción que de ella acababa de hacer el profesor Baglioni le parecía monstruosa e increíble, algo que escapaba a la realidad. Es cierto que Giovanni conservaba recuerdos estremecedores relacionados con las primeras veces que vio a la encantadora Beatriz… No podía olvidar el ramillete que se marchitó en su mano ni el insecto que pereció en medio del aire dorado por el sol, sin otra intervención evidente que la fragancia del aliento de la joven. Estos incidentes, sin embargo, se desvanecían ante la luz pura de su carácter, dejando de tener la eficacia de los hechos, y adquirían el aspecto de errores de la fantasía, a pesar de que el testimonio de los sentidos parecía desmentirlo. ¿Hay algo más verdadero y real que lo que podemos ver con los ojos y tocar con los dedos? En esta idea basaba Giovanni su confianza en Beatriz, aunque en realidad se debía más a la fuerza de las virtudes de la joven que a una fe profunda y generosa. Pero, ahora, su espíritu era incapaz de mantenerse a la altura a que le había elevado el primer entusiasmo de la pasión; la duda se había insinuado en su cerebro, manchando el albo recuerdo de la imagen de Beatriz. No estaba dispuesto a abandonarla, pero deseaba someterla a prueba. Decidió hacer algo que pudiera convencerlo, de una vez para siempre, de que aquellas terribles cualidades físicas no tenían correspondencia en su alma. Sus ojos podían haberlo engañado respecto al lagarto, al insecto y a las flores, debido a la distancia. Tenía que comprobar, estando junto a ella, si al tocar una flor recién cortada se marchitaba en su mano. Entonces no le quedaría ninguna duda. Con esta idea, Giovanni corrió a la tienda de flores y compró un ramillete que estaba aún perlado con las gotas de rocío de la mañana.

Era la hora acostumbrada de su entrevista con Beatriz. Antes de bajar al jardín, Giovanni no resistió a la tentación de mirarse al espejo, vanidad que puede disculparse en un joven bien parecido, aunque con ello demuestre cierta frivolidad de sentimientos y un carácter poco formado. Se miró y se dijo a sí mismo que sus facciones no habían sido nunca tan graciosas, ni sus ojos habían tenido nunca aquella vivacidad, ni sus mejillas un tinte tan saludable como en aquel momento.

«Al menos —pensó—, su veneno no ha penetrado en mi organismo. No soy una flor que puede marchitarse en una mano».

Con este pensamiento dirigió sus ojos al ramillete que había conservado en la mano. Un estremecimiento de horror sacudió todo su cuerpo al notar que aquellas flores húmedas de rocío estaban marchitándose; tenían el aspecto de haber sido frescas el día anterior. Giovanni palideció y se quedó inmóvil delante del espejo, mirando a su propia imagen como si estuviese contemplando algo terrible. Recordó el comentario de Baglioni acerca de la fragancia que parecía inundar la habitación. ¡Su aliento debía estar envenenado! Luchó por recobrarse de su estupor y comenzó a observar con ojos curiosos una araña que estaba atareada fabricando su tela en la antigua cornisa de su habitación, cruzando y recruzando el ingenioso sistema de hilos entrelazados; era una araña tan vigorosa y activa como todas las que se columpian en un techo viejo. Giovanni se colocó debajo mismo del insecto y emitió una profunda y larga bocanada de aliento. La araña interrumpió repentinamente su tarea y la tela vibró a consecuencia del estremecimiento del cuerpo del diminuto artesano. Giovanni volvió a lanzar el aliento sobre la araña, con más fuerza que la vez anterior, y con un doloroso sentimiento en su corazón: no sabía si era un ser perverso o una criatura desesperada. La araña contrajo convulsivamente sus miembros y quedó colgada, muerta, a través de la ventana.

—¡Maldito! ¡Maldito! —murmuró Giovanni—. ¿Te has vuelto tan venenoso como para que este insecto muera bajo los efectos de tu aliento?

En aquel momento ascendió desde el jardín una voz dulce y agradable.

—¡Giovanni! ¡Giovanni! Ya pasa de la hora… ¿Por qué tardas? ¡Baja!

—Sí —murmuró Giovanni—. Ella es el único ser al que mi aliento no puede asesinar. ¡Ojalá pudiera hacerlo!

Bajó corriendo, y al cabo de unos instantes se encontraba ante los ojos brillantes y adorables de Beatriz.

Unos segundos antes, su rabia y su desesperación eran tan intensas que sólo había deseado poder destruirla con una mirada. Pero en su presencia surgían influencias demasiado reales y vivas para que pudiera librarse fácilmente de ellas. Giovanni recordaba ahora los momentos en que Beatriz, con su femenina dulzura, lo había envuelto en una paz religiosa; recordaba los apasionados arrebatos de su corazón en presencia de la joven. Y aquellos recuerdos convencieron a Giovanni de que Beatriz era un ángel, algo celestial, y que sólo una persona alucinada podía atribuirle aquellas horribles cualidades. La ira del joven se apaciguó y se transformó en un estado de hosca insensibilidad. Beatriz, con su aguda intuición, comprendió inmediatamente que entre ellos había un mar de tinieblas que ninguno de los dos podría cruzar. Pasearon juntos, tristes y en silencio, y llegaron hasta la fuente de mármol, cerca de la cual crecía la planta de flores semejantes a gemas. Giovanni se sorprendió del placer —o, mejor dicho, del apetito— con que inhalaba la fragancia de las flores.

—Beatriz —preguntó de pronto—, ¿de dónde vino esta planta?

—La creó mi padre —respondió la joven con sencillez.

—¿La creó? ¿Qué quieres decir con eso?

—Es un hombre que conoce mucho los secretos de la naturaleza —respondió Beatriz—. Y en el mismo instante en que yo empecé a respirar, esta planta se alzó del suelo; es el producto de su ciencia, de sus conocimientos, en tanto que yo no soy más que su hija mortal. ¡No te acerques! —exclamó, al ver que Giovanni se aproximaba a la planta—. Tiene cualidades que apenas podrías soñar. Yo, queridísimo Giovanni, he crecido y me he desarrollado con la planta y me nutro con su aroma. Es mi hermana, y la amo con afecto humano. Pero ¡ay! ¿No lo has sospechado? Existe un terrible destino en ella.

Giovanni la miró con una expresión tan ceñuda que Beatriz se interrumpió, temblando. Pero la fe en su cariño barrió su vacilación y le hizo reprocharse el haber dudado de Giovanni, siquiera por un instante.

—Existe un terrible destino en ella —repitió—, efecto del fatal amor de mi padre por la ciencia, que me aleja a mí de toda relación con los de mi clase. Hasta que el cielo te envió, no puedes imaginar cuán sola estuvo tu pobre Beatriz…

—¿Era ése tu destino? —preguntó Giovanni, fijando en ella sus ojos.

—Sólo ahora sé lo duro que era —respondió Beatriz con ternura—. ¡Oh, sí! Mi corazón estaba adormecido, y, por lo tanto, tranquilo.

La ira de Giovanni estalló repentinamente como un relámpago surgiendo de las tinieblas.

—¡Estoy maldito! —gritó con desesperación—. ¡Encontrabas aburrida tu soledad, y me has separado de todo lo noble de la existencia, atrayéndome a esta región de inenarrable horror!

—¡Giovanni! —exclamó Beatriz, mirándolo con sus grandes y brillantes ojos. No había comprendido del todo sus palabras, pero estaba asustada por lo repentino de aquella explosión.

—¡Sí, criatura emponzoñada! —prosiguió Giovanni, acercándose a ella—. ¡Tú me has puesto así! ¡Tú me has infamado! ¡Tú me has llenado mis venas de ponzoña! ¡Me has convertido en un ser tan odioso, tan horrendo, tan aborrecible y fatal como tú misma! ¡Ahora, si nuestro aliento es tan fatal para nosotros mismos como para los demás, unamos nuestros labios en un beso de indecible odio y muramos!

—¡Virgen santa! —murmuró Beatriz, con voz plañidera—. ¡Ten piedad de mí! No soy más que una pobre niña con el corazón roto.

—¿Puedes rezar? ¿Tú? —exclamó Giovanni, con diabólico desprecio—. Al salir de tus labios, tus oraciones tiñen la atmósfera de muerte. Sí, sí, recemos. ¡Vayamos a la iglesia y mojemos nuestros dedos en la pila del agua bendita! ¡Los que vengan detrás morirán apestados! ¡Tracemos en el aire el signo de la cruz! ¡Serán maldiciones esparcidas con apariencia de símbolos sagrados!

—Giovanni —dijo Beatriz, ya calmada, pues su pena era menor que su amor—, ¿por qué te unes conmigo en esas palabras terribles? Yo, es cierto, soy la cosa horrible que tú me llamaste. Pero, tú, ¿qué has de hacer sino estremecerte ante lo espantoso de mi condición y marcharte muy lejos, olvidándote de que se arrastran por la tierra monstruos semejantes a la pobre Beatriz?

—¡No pretenderás ignorarlo! —estalló Giovanni, encarándose con ella—. ¡Mira! ¡Este poder me lo ha proporcionado la cándida hija de Rapaccini!

Un enjambre de insectos volaba en el aire en busca del alimento prometido por el olor de las flores del jardín fatal. Rodearon, formando un círculo, la cabeza de Giovanni, y era evidente que se sentían atraídos hacia él por el mismo influjo que les había atraído por un instante a varios de los arbustos: Giovanni sopló entre ellos y sonrió con amargura a Beatriz cuando una veintena de los insectos cayeron muertos al suelo.

—¡Oh! —gimió Beatriz—. ¡Es la ciencia fatal de mi padre! ¡No, no, Giovanni! No fui yo. ¡Nunca! ¡Yo sólo soñé amarte y estar a tu lado hasta que quisieras marcharte, dejando tu imagen en mi corazón! Créelo, Giovanni, aunque mi cuerpo se haya nutrido de veneno, mi espíritu es una criatura de Dios y suplica amor como alimento cotidiano. Pero mi padre nos ha unido con esta terrible afinidad. Sí… Despréciame, pisotéame, mátame. ¡Oh! ¿Qué es la muerte después de oír palabras como las tuyas? No fui yo. Ni por toda la felicidad del mundo lo hubiese hecho.

El ardor de Giovanni se agotó después de la explosión de sus sentimientos. Comenzó a experimentar una sensación de tristeza no desprovista de ternura, ante la íntima y extraña afinidad existente entre Beatriz y él mismo. Estaban, prácticamente, en soledad absoluta, aunque los rodeara una inmensa multitud. ¿No era lógico que se unieran, abandonados como estaban de todos? Si se trataban con crueldad, ¿quién iba a ser amable con ellos? Por otra parte, pensaba Giovanni, ¿no existía una esperanza de regresar a la normalidad y conducir hacia allá a Beatriz, a la redimida Beatriz, de la mano? ¡Oh, espíritu débil, egoísta y vil, que pensaba aún en una felicidad vulgar y en una unión terrena después de haber infamado con palabras tan horribles un amor como el de Beatriz! No, no podía caber tal esperanza. Beatriz debía caminar lentamente, con el corazón destrozado, a través de las fronteras del tiempo, lavar sus heridas en alguna fuente del paraíso y olvidar su pena en la luz de la inmortalidad. Allí sería feliz.

Pero Giovanni lo ignoraba.

—Querida Beatriz —dijo, acercándose a ella, que retrocedió como retrocedía siempre que Giovanni se le había acercado, pero ahora por distinto motivo—, mi querida Beatriz, nuestro estado no es tan desesperado como supones. ¡Mira! Tengo aquí una medicina muy eficaz, según me aseguró un prestigioso médico. Sus efectos son maravillosos. Está compuesta de ingredientes opuestos por entero a los que tu terrible padre ha inoculado en nosotros. Son plantas benditas… Podemos tomarla juntos y purificarnos del mal.

—¡Dámela! —suplicó Beatriz, extendiendo la mano para coger la pequeña redoma de plata que Giovanni había sacado de su bolsillo—. Voy a bebérmela, pero tú debes esperar los resultados que en mí produzca.

La joven llevó a sus labios el antídoto de Baglioni. En aquel mismo instante surgió del porche la figura de Rapaccini, que se acercaba lentamente a la fuente de mármol. Cuando estuvo cerca, el hombre de ciencia sonrió con expresión de triunfo al contemplar a la hermosa pareja, como si se tratara de un artista que después de dedicar toda su vida a la creación de un cuadro o de un grupo escultórico, se sintiera orgulloso de su éxito. Súbitamente, se detuvo; su cuerpo encorvado se irguió, consciente de su poder; extendió las manos sobre los dos jóvenes en la actitud de un padre impartiendo la bendición a sus hijos, pero aquellas manos habían sido las mismas que lanzaron el veneno en el cauce de sus vidas. Giovanni tembló, Beatriz se estremeció y se oprimió el corazón con ambas manos.

—Hija mía —dijo Rapaccini—, ya no estarás sola en el mundo. Arranca una de las preciosas gemas de tu planta hermana, y ruega a tu prometido que la lleve en su pecho. Ahora ya no le hará ningún daño. Mi ciencia y la simpatía que existe entre vosotros le ha traído a formar parte de tu constitución, apartándolo de la de los hombres normales. Viviréis amándoos y siendo temidos por el resto de la gente.

—Padre mío —murmuró Beatriz—, ¿por qué diste ese miserable destino a tu hija?

—¿Miserable? —exclamó Rapaccini—. ¿Cómo te atreves a calificarlo de miserable, insensata? ¿Consideras miserable el estar dotada de dones maravillosos, contra los cuales no sirven de nada la fuerza y el poder de un enemigo? ¿Consideras miserable el ser capaz de matar al más fuerte sólo con el aliento? ¿Consideras miserable el ser tan terrible como hermosa? ¿Hubieras preferido, acaso, la condición de una mujer débil, expuesta a todo daño e incapaz de hacer ninguno?

—Hubiera preferido ser amada a ser temida —murmuró Beatriz, desplomándose al suelo. Y siguió hablando en voz desfalleciente—. Pero ya no importa. Me voy a un lugar donde el mal que te has esforzado en mezclar con mi ser desaparecerá como un sueño, como la fragancia de esas flores venenosas que no teñirán más mi aliento entre las flores del Paraíso. ¡Déjame, Giovanni! Tus palabras de reproche son como plomo que apesadumbra mi corazón, pero también desaparecerán cuando yo me vaya.

Beatriz había sido transformada por su padre en un ser tan extraño, que el veneno era vida para ella, y, en cambio, el antídoto representaba la muerte. Así, la víctima inocente de la iniquidad de un hombre y de su torcida naturaleza, pereció a los pies de su padre y de Giovanni.

En aquel mismo instante apareció en la ventana el profesor Pietro Baglioni, el cual, dirigiéndose al anonadado hombre de ciencia, le gritó en un tono en el que se mezclaban el triunfo y el horror:

—¡Rapaccini! ¡Rapaccini! ¡Contempla el resultado de tu experimento!

Fin.

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