La hija de Rapaccini-3

La hija de Rapaccini

Nathaniel Hawthorne *

(Parte 3)


Giovanni no se había parado a pensar en cuál debía ser su comportamiento: si tenía que disculparse por su intrusión en el jardín o fingir que estaba allí con el consentimiento, ya que no por deseo, del doctor Rapaccini o de su hija, pero la conducta de Beatriz le tranquilizó, a pesar de que en su espíritu persistía la duda acerca del motivo por el cual había conseguido la admisión. Beatriz avanzó con paso alado por el sendero y se encontraron cerca de la fuente en ruinas. Su rostro mostraba sorpresa, pero estaba iluminado por una sencilla y amable expresión de placer.

—Es usted un experto en flores, señor —dijo Beatriz con una sonrisa, aludiendo al ramillete que Giovanni le había echado desde la ventana—. No es extraño que la rara colección de mi padre le haya inspirado el deseo de verla de cerca. Si él estuviera aquí, podría contarle cosas extraordinarias y muy interesantes acerca de la naturaleza y virtudes de estas plantas, ya que ha dedicado toda su vida a estudiarlas y este jardín constituye su mundo.

—Y usted misma, señora —respondió Giovanni—, si la fama no miente, es también muy experta en las virtudes que revelan el magnífico desarrollo de las plantas y su aromático olor. Si no tiene inconveniente en ser mi profesora, prometo ser un alumno más aplicado que si me enseñara el mismo doctor Rapaccini.

—¿Corren tan falsos rumores? —preguntó Beatriz, con la música de su agradable voz—. ¿Dice la gente que soy una experta como mi padre en conocimientos de botánica? ¡Qué gracioso! No. Aunque he crecido entre estas flores, no conozco de ellas más que su color y su perfume, y a veces pienso que incluso esto debería ignorar. Muchas de estas flores y quizá las más hermosas de ellas, me repugnan con su olor y me ofenden cuando las veo. Pero le ruego, señor, que no crea esas historias acerca de mi ciencia. No crea de mí más que lo que vean sus propios ojos.

—¿Y debo creer todo lo que he visto con mis propios ojos? —preguntó Giovanni, estremeciéndose al recuerdo de las primeras escenas que contempló en aquel jardín—. No, señora, exige usted poco de mí. Permítame creer únicamente lo que proceda de sus labios.

Beatriz pareció haber comprendido. Sus mejillas se colorearon de rubor, pero mirando a Giovanni a los ojos respondió a su mirada de ansiosa sospecha con la altivez de una reina.

—Eso es lo que le ruego, señor —respondió—. Olvide todo lo que ha imaginado acerca de mí. Lo que nos dicen los sentidos externos puede ser falso en esencia, pero las palabras que salen de los labios de Beatriz Rapaccini brotan de lo más profundo de su corazón. Ésas son las que debe usted creer.

Había hablado con gran vehemencia, y sobre la conciencia de Giovanni brilló como la luz de la verdad misma, pero mientras hablaba aparecía rodeada de una fragancia exquisita y deliciosa, aunque imperceptible, que el joven, con una inexplicable sensación de repugnancia, no se atrevía apenas a respirar. ¿Era acaso el olor de las flores? ¿Sería que el aliento de Beatriz embalsamaba sus palabras con una extraña fragancia, como si tuviera las entrañas impregnadas de ella? Giovanni sintió un leve mareo, pero se recobró inmediatamente; parecía contemplar a través de los ojos de la hermosa muchacha su alma transparente, y no volvió a sentir duda ni temor.

El tinte de pasión que había coloreado las facciones de Beatriz se desvaneció; su rostro adquirió una expresión alegre, como si la presencia del joven le inspirase un puro placer, semejante al que podría sentir la doncella de una isla solitaria al conversar con un viajero procedente del mundo civilizado. Era evidente que su experiencia de la vida se encerraba en los límites del jardín. Unas veces hablaba de materias tan simples como la luz del día y las nubes de verano, otras hacía preguntas acerca de la ciudad, o del país natal de Giovanni, de sus amigos, de su madre, de sus hermanas, preguntas que revelaban una existencia tan retirada y una ausencia tal de familiaridad con las maneras y trato sociales, que Giovanni contestaba como si estuviese hablando con una niña. Su espíritu brotaba ante él como un arroyuelo recién nacido que recibiera por primera vez la caricia del sol y se maravillase de la tierra y del cielo reflejados en su propio fondo. Tenía también pensamientos profundos y fantasías brillantes como gemas, como diamantes y rubíes desgranándose en medio del hervor de la fuente. Mientras la joven hablaba, Giovanni se asombraba de estar paseando con ella y de que su imaginación se la hubiese pintado con colores terroríficos; le maravillaba estar conversando con Beatriz como un hermano, y que pudiera parecerle tan humana y tan llena de candor. Pero estas reflexiones fueron sólo momentáneas; las muestras de su naturaleza eran demasiado reales para sentirse tranquilizado del todo.

En esta confiada conversación habían paseado por el jardín, y después de muchas vueltas a lo largo de sus avenidas volvieron a detenerse junto a la fuente en ruinas, donde crecía la magnífica planta con su tesoro de flores espléndidas. Alrededor de ella se esparcía una fragancia idéntica a la que Giovanni había atribuido al aliento de Beatriz, aunque mucho más intensa. Cuando la joven vio la planta, Giovanni observó que se oprimía el pecho con la mano, como si su corazón estuviera palpitando aceleradamente y le produjera dolor.

—Por primera vez en mi vida —murmuró Beatriz, dirigiéndose a la planta— me olvidé de ti.

—Recuerdo, señora —dijo Giovanni—, que en cierta ocasión me prometió recompensarme con una de esas vividas gemas a cambio del ramillete que tuve la osadía de echar a sus pies. Permítame ahora coger una en recuerdo de esta entrevista.

El joven dio un paso hacia la planta con la mano extendida, pero Beatriz se precipitó hacia adelante lanzando un grito que traspasó el corazón de Giovanni como un puñal. Le cogió de la mano y lo obligó a retroceder con toda la fuerza de su delicado cuerpo. El joven sintió su contacto con un temblor en todo su ser.

—¡No la toque! —exclamó Beatriz, con voz angustiada—. ¡No lo hagas, por tu vida! ¡Es una planta fatal!

E inmediatamente, ocultando el rostro entre sus manos, huyó de su lado y desapareció bajo el porche.

AI seguirla con la mirada, Giovanni vio la delgada y pálida figura de Rapaccini, que había estado observando la escena, no sabía desde hacía cuánto tiempo, oculto tras las sombras del porche.

Antes de que Guasconti llegara a su habitación, era ya Beatriz el objeto de sus apasionadas meditaciones, revestida de todo el hechizo de que la había rodeado desde que la viera por primera vez, llena ahora, además, del afectuoso calor de su encantadora femineidad. Era humana; su carácter tenía todas las cualidades dulces y femeninas que hacen a una mujer digna de ser adorada. Era capaz, seguramente, de los sacrificios y heroísmos del amor. Lo que Giovanni había considerado hasta entonces como muestras de una temible constitución física y moral, era olvidado ahora por la sutil influencia de la pasión y se transformaba en una dorada corona de encantos que convertían a Beatriz en la más admirable de todas las mujeres, por ser única. Todo lo que le había parecido feo era ahora hermoso, o, si no podía cambiarlo de un modo tan radical, se ocultaba en la tenebrosa región que se halla debajo de la zona de la conciencia. Pasó la noche pensando en ella. Cuando se durmió, la aurora empezaba ya a despertar a las flores que dormitaban en el jardín del doctor Rapaccini. Giovanni, en sueños, también se encontraba allí. Salió el sol a su debido tiempo y lanzó sus rayos sobre los párpados del joven, el cual despertó con una sensación dolorosa. Después de levantarse notó una especie de quemadura y latidos en su mano —la derecha—. La mano que le había cogido Beatriz cuando estaba a punto de arrancar una de las flores con aspecto de gema. En el dorso de la mano aparecían ahora unas impresiones rojas, como la huella de cuatro dedos, y una señal, como de un pulgar, en su muñeca.

¡Con qué obstinación se defiende el amor, e incluso lo que es astuta semejanza del amor, que florece en la imaginación, pero que no tiene profundas raíces en el corazón! ¡Con qué obstinación mantiene su fe, hasta que llega el momento en que es condenado a desvanecerse en humo! Giovanni envolvió su mano con un pañuelo, se preguntó qué bicho maligno le habría picado y no tardó en olvidar su dolor con el recuerdo de Beatriz.

Después de la primera entrevista, una segunda va implícita en lo que nosotros llamamos destino. Una tercera, una cuarta… y muy pronto, los únicos momentos felices para Giovanni fueron los que pasaba en compañía de Beatriz; el tiempo restante transcurría recordando la entrevista anterior y esperando la siguiente. Y lo mismo le ocurría a la hija de Rapaccini. Aguardaba la aparición del joven y corría a su lado con una confianza tan libre de reservas como si hubiesen sido compañeros de juego desde la más tierna infancia, y como si siguieran siéndolo todavía. Si por un motivo inesperado Giovanni se retrasaba un poco, Beatriz se detenía debajo de su ventana y cantaba la más dulce de sus canciones, la cual flotaba alrededor de él en su habitación y resonaba en su corazón como un eco: «¡Giovanni! ¡Giovanni! ¿Por qué tardas? ¡Ven!». Y Giovanni bajaba presuroso a aquel edén de flores envenenadas.

Pero, a pesar de tan íntima familiaridad en la conducta de Beatriz había aún cierta reserva, tan rígida e invariablemente mantenida, que raras veces pasaba por la imaginación de Giovanni la idea de forzarla. Según todas las apariencias, se amaban; se habían dicho su amor con los ojos, que comunican el secreto sagrado desde las profundidades de un alma a las de otra; aquel secreto era demasiado grande para expresarlo por medio de la palabra. Sin embargo, se habían dicho su amor en aquellas explosiones de pasión cuando sus espíritus volaban fuera de sus cuerpos en articulado suspiro, como lengua de una llama escondida demasiado tiempo. En cambio, no había habido un beso, ni un apretón de manos, ni la más leve de las caricias que el amor demanda y santifica. Giovanni no había tocado nunca ni uno solo de los dorados rizos de Beatriz; el vestido de la joven —tan grande era la barrera psíquica que los separaba— no había ondeado nunca contra él con la brisa. En las pocas ocasiones en que Giovanni parecía dispuesto a saltar aquella barrera, Beatriz se ponía tan triste, su continente era tan severo, y mostraba además tal aspecto de desesperación, que no eran necesarias las palabras para que el joven desistiera. En tales momentos, Giovanni se sobresaltaba ante la horrible sospecha que nacía, semejante a un monstruo, en lo profundo de su corazón. La miraba al rostro, su amor se entibiaba y se desvanecía, como la niebla matinal ante el sol, y sólo quedaban sus dudas.

Pero cuando el rostro de Beatriz recordaba su alegría después de su momentánea tristeza, dejaba de ser la persona misteriosa a la que Giovanni observaba con miedo y horror y volvía a ser la muchacha hermosa y sencilla cuyo espíritu comprendía por encima de todo otro conocimiento.

Había transcurrido un tiempo considerable desde el último encuentro de Giovanni con Baglioni, cuando una mañana se vio desagradablemente sorprendido por la visita del profesor, en el cual había pensado muy poco durante las últimas semanas y de quien hubiese querido olvidarse completamente. Se hallaba en un estado de ánimo tal, que sólo podía aceptar la compañía de personas que no pusieran objeciones a sus actuales sentimientos. Tal comprensión era algo que no podía esperar del profesor Baglioni.

El visitante charló despreocupadamente durante algunos minutos de los chismes de la ciudad y de la Universidad, y luego abordó otro tema.

—Últimamente he estado leyendo a un antiguo autor, un clásico —dijo—, y me encontré con una historia que me llamó la atención. Posiblemente la recordará usted.

Trata de un príncipe de la India que envió una hermosa mujer como presente a Alejandro Magno. Era tan bella como la aurora y tan vistosa como una puesta de sol, pero lo que la caracterizaba era cierto aliento perfumado, más dulce que el de las rosas de un jardín persa. Alejandro, como es natural en un hombre joven, quedó enamorado de la hermosa extranjera en cuanto la vio; pero cierto sabio, que estaba presente en aquel momento, descubrió en ella un secreto terrible.

—¿Y en qué consistía el secreto? —preguntó Giovanni, bajando los ojos para evitar los del profesor.

—Aquella hermosa mujer —continuó Baglioni— había sido alimentada con venenos desde su nacimiento, hasta el punto de que habían pasado a formar parte de su organismo, y ella misma era el veneno más mortal que existía. El delicioso perfume de su aliento emponzoñaba el aire. Su amor hubiese sido mortal. ¿No es un cuento maravilloso?

—Una fábula infantil —respondió Giovanni, agitándose nerviosamente en su silla—. Me asombra que su señoría pierda el tiempo leyendo esas paparruchas, mientras está dedicado a estudios serios.

—A propósito —dijo el profesor, mirando inquieto a su alrededor—, ¿qué extraña fragancia es la que se respira en esta habitación? ¿Es acaso el perfume de sus guantes? Es débil, pero delicioso, aunque no se puede decir que sea agradable. Creo que si lo respirase mucho tiempo llegaría a ponerme enfermo. Es como la esencia de una flor, pero no veo flores en la habitación.

—No hay ninguna —dijo Giovanni, que se había puesto pálido mientras el profesor hablaba—, ni creo que haya aquí otro perfume que el de la imaginación de vuestra señoría. El olor, siendo como es una mezcla de lo sensorial y de lo espiritual, puede engañaros de este modo. El recuerdo de un perfume puede ser confundido con una realidad presente.

—Mi imaginación no suele gastarme esas bromas —replicó Baglioni—, y si percibo un olor es porque alguna droga de vil boticario ha untado mis dedos. Nuestro querido amigo Rapaccini, según he oído decir, perfuma sus medicinas con olores más ricos que los de Arabia. La bella y docta Beatriz podría tratar también a sus pacientes con drogas tan dulces como el aliento de una doncella. Pero… ¡ay del que las bebiera!

El rostro de Giovanni reflejó un cúmulo de emociones contenidas. El tono en el que el profesor hablaba de la pura y encantadora hija de Rapaccini era una tortura para su alma, y, sin embargo, no podía dejar de sentir mil confusas sospechas que se mofaban de él como otros tantos demonios. Procuró dominarse y respondió a Baglioni con la fe de un amante perfecto.

—Señor profesor —dijo—, fue usted amigo de mi padre y creo que su propósito es obrar también como un amigo con el hijo. No puedo sentir hacia usted más que respeto y deferencia, pero le ruego que comprenda que hay algo acerca de lo cual no podemos hablar. Usted no conoce a la señorita Beatriz, y, por lo tanto, es incapaz de estimar lo erróneo de su juicio sobre ella.

—¡Mi pobre Giovanni! —exclamó el profesor, con expresión de lástima—. Conozco a esa joven perversa mucho mejor que usted. Y voy a decirle la verdad acerca del envenenador Rapaccini y de su venenosa hija; sí, tan venenosa como bella. La antigua fábula de la mujer india se ha convertido en realidad, merced a la profunda y fatal ciencia de Rapaccini, en la persona de la hermosa Beatriz.

Giovanni gimió y ocultó el rostro entre las manos.

—Su padre —continuó Baglioni—, haciendo oídos sordos al cariño que debía sentir por su hija, la ofreció en holocausto a la ciencia. Hagámosle la justicia de reconocer que es un auténtico científico, que destilaría su propio corazón en un alambique. ¿Cuál puede ser el destino de usted, mi querido Giovanni? Ha sido usted escogido como material para un nuevo experimento. El resultado quizá sea la muerte o algo aún más terrible. Rapaccini, por lo que él llama interés por la ciencia, no se detendría ante nada.

«Es un sueño —se dijo Giovanni—. No puede ser más que un mal sueño».

—Sin embargo, puede usted tener esperanzas, mi joven amigo —continuó Baglioni—. No es demasiado tarde para la salvación. Es muy posible que tengamos éxito al tratar de volver a esa miserable criatura a la normalidad, de la que ha sido sacada por la locura de su padre. Esta pequeña redoma de plata fue labrada por el famoso Benvenuto Cellini y es un presente de amor digno de la dama más elegante de Italia. Su contenido es aún más valioso: un pequeño sorbo de este antídoto hubiera neutralizado el veneno más virulento de los Borgia. No cabe duda de que será eficaz contra los de Rapaccini. Dele el pomo a su Beatriz y espere confiado los resultados.

Y Baglioni colocó sobre la mesa una redoma de plata exquisitamente labrada. A continuación se marchó, dejando que sus palabras produjeran el efecto deseado sobre la mente de Giovanni.

«Te venceremos, Rapaccini —se decía a sí mismo, sonriendo, mientras bajaba la escalera—. Aunque estoy obligado a reconocer que eres un maravilloso hombre de ciencia, los que respetamos las normas clásicas de la profesión médica no podemos tolerar tus despreciables experimentos».

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