Lo que pasó sobre el puente de Owl Creek 3

LO QUE PASÓ SOBRE EL PUENTE DE OWL CREEK

AMBROSIO BIERCE*


III



Mientras Peyton Farquhar caía a través del puente, se sumió en un estado de inconsciencia cercano de la muerte. Siglos más tarde, le pareció salir de él por el dolor de una violenta opresión en la garganta, seguida de una sensación de ahogo. Atroces sufrimientos, punzantes, fulgurantes, herían todas las fibras de su cuerpo, desde el cuello hasta los pies. Parecían recorrer unas líneas de redes nerviosas perfectamente determinadas y latir con un ritmo increíblemente rápido. Tenía la impresión de que un torrente de fuego líquido hada hervir su cuerpo a una temperatura insoportable. Su cabeza congestionada le parecía demasiado llena. Aquellas sensaciones excluían todo pensamiento. Toda idea que había en él ya se había borrado; no poseía más que la facultad de sentir, y sentir era para él una tortura. Se dio cuenta de que se movía. Rodeado de una nube luminosa de la cual él no era ya más que el centro, privado de toda sustancia material, se balanceaba con unos arcos de oscilación imprevisibles, como un enorme péndulo. Luego, de un solo golpe, terriblemente brusco, la claridad que le rodeaba huyó hacia el cielo con un gran ruido chapoteante; un espantoso rugido resonó en sus oídos, y todo se convirtió en frías tinieblas… Habiendo recobrado la facultad de pensar, supo que la cuerda se había roto y que acababa de caerse al río. No volvió a experimentar la sensación de estrangulamiento: el nudo corredizo alrededor de su cuello, que lo ahogaba ya, impidió al agua penetrar en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! Esta idea le pareció absurda. Abrió los ojos en la oscuridad y divisó una claridad encima de él, pero tan lejana… tan inaccesible… Seguía hundiéndose, ya que la claridad disminuyó más y más hasta convertirse finalmente en un pálido reflejo. Luego aumentó en intensidad y Farquhar comprendió que volvía a ascender a la superficie, no sin repugnancia, ya que ahora se encontraba muy a gusto.

«Ser ahorcado y ahogado —pensó— no está mal del todo. Pero no quiero ser fusilado; no sería justo».

Sin que tuviera conciencia de hacerlo, un intenso dolor en las muñecas le hizo comprender que trataba de desatarse las manos. Concentró su atención en aquella lucha, del mismo modo que un espectador ocioso podría contemplar un número de circo, sin interesarse por el resultado. ¡Qué espléndido esfuerzo! ¡Qué fuerza tan magnífica, tan sobrehumana! ¡Ah! ¡La admirable tentativa! ¡Bravo! La cuerda cayó; sus brazos se separaron y flotaron hacia la superficie; en la claridad creciente. Farquhar pudo distinguir sus manos a ambos lados de su cuerpo. Con un nuevo interés las contempló aferrar el nudo corredizo. Lo sacaron brutalmente, lo apartaron con furor, y sus ondulaciones eran parecidas a las de una serpiente de agua. «¡Volved a colocarlo! ¡Volved a colocarlo!». A Farquhar le pareció que gritaba aquellas palabras a sus manos, ya que, después de haberse librado de la cuerda, experimentaba unos sufrimientos más atroces que nunca. El cuello le dolía horriblemente; su cerebro estaba ardiendo; su corazón, que hasta entonces había palpitado débilmente, saltaba como si fuera a salírsele del pecho. Pero sus manos desobedientes no hicieron el menor caso de su orden. Golpearon el agua con vigor, en brazadas rápidas, de arriba abajo, y le empujaron a la superficie. Notó que su cabeza salía del agua; la claridad del sol le cegó; su pecho se dilató convulsivamente; luego, con un supremo y culminante dolor, sus pulmones tragaron una gran cantidad de aire que expulsó inmediatamente con un grito…

Ahora estaba en plena posesión de sus sentidos, los cuales, en realidad, se mostraban sobrenaturalmente vivos y sutiles. La espantosa perturbación de su organismo los había fortalecido y afinado hasta tal punto que advertían cosas nunca percibidas hasta entonces. Notaba las ondulaciones del agua sobre su rostro, oía el ruido que hacía cada una de ellas al golpearlo. Miró hacia el bosque que se extendía sobre una de las orillas y distinguió cada árbol, cada hoja con todos sus filamentos, y hasta los insectos que allí pululaban: los saltamontes, las moscas de cuerpo reluciente, las arañas grises tendiendo su tela entre las ramas. Vio los colores del prisma en todas las gotas de rocío sobre un millón de briznas de hierba. El zumbido de los moscardones danzando sobre los remolinos, el batir de alas de las libélulas, los pasos sobre el agua de las arañas acuáticas, todo esto era para él una música audible. Un pez se deslizó por debajo de sus ojos, y oyó el rumor de su cuerpo al hendir la corriente.

Había asomado la cabeza fuera del agua, con el rostro vuelto río abajo; en un instante, el mundo exterior pareció girar lentamente a su alrededor, y vio el puente, el fortín, los centinelas, el capitán, el sargento, los dos soldados rasos, sus ejecutores, cuya silueta se recortaba contra el cielo azul. Gritaban, haciendo grandes gestos, y le señalaban con el dedo; el oficial había sacado su revólver pero no disparaba; los otros estaban desarmados. Sus movimientos parecían grotescos y horribles; sus formas, gigantescas.

De repente Farquhar oyó una seca detonación y un objeto golpeó el agua a unos centímetros de su cabeza salpicando su rostro de polvo líquido. Oyó una segunda detonación y vio que uno de los centinelas tenía aún el fusil apoyado contra su hombro: de la boca del cañón salía una leve nube de humo azulado. El hombre del río distinguió el ojo del hombre del puente, que contemplaba el suyo a través de la mira del fusil. Habiendo notado que aquel ojo era gris, recordó haber leído que los ojos grises eran particularmente agudos, que todos los tiradores célebres habían tenido los ojos de aquel color. Sin embargo, el hombre del puente había errado el tiro.

Farquhar dio media vuelta empujado por un remolino y quedó de nuevo mirando al bosque que cubría la orilla opuesta al fortín. El sonido de una voz clara resonó detrás de él, en una melopea monótona, y franqueó el río con tanta claridad que dominó y apagó todos los demás ruidos, incluso el chapoteo de las ondulaciones del agua. Sin ser soldado, había frecuentado los campamentos lo suficiente como para conocer el terrible significado de aquella salmodia: en la otra orilla, el teniente tomaba parte en la tarea matinal. Con implacable frialdad, en tono tranquilo, monótono, que infundía tranquilidad a los soldados con absoluta precisión en la medida de los intervalos, cayeron aquellas crueles palabras:

«¡Compañía, firmes!… ¡Armas al hombro!… ¡Preparados!… ¡Apunten!… ¡Fuego!».

Farquhar se sumergió, se sumergió tan profundamente como le fue posible. El agua resonó en sus oídos como la voz del Niágara; sin embargo, oyó el apagado tronar de la descarga, y, mientras volvía a ascender a la superficie, encontró unos trocitos de metal brillantes, extrañamente aplastados, que se hundían con lentas oscilaciones. Algunos rozaron su rostro y sus manos y luego siguieron hundiéndose. Uno de ellos se incrustó entre su cuello y el cuello de su camisa; estaba desagradablemente caliente, y Farquhar lo sacó de allí con un gesto rápido.

Cuando asomó la cabeza, jadeante, vio que había permanecido largo rato debajo del agua; se encontraba mucho más abajo, más cerca de la salvación. Los soldados habían casi terminado de recargar sus armas; las baquetas de metal relucieron súbitamente al sol mientras los soldados las sacaban del cañón de los fusiles y las hacían girar en el aire, antes de volver a colocarlas en su sitio. Los dos centinelas dispararon de nuevo, cada uno desde su puesto y sin resultado.

El hombre perseguido vio todo esto por encima de su hombro; ahora nadaba vigorosamente en el sentido de la corriente. Su cerebro estaba tan activo como sus brazos y sus piernas; pensaba con la rapidez del relámpago.

«El teniente —razonaba— no repetirá aquel error de un oficial demasiado estricto en lo que respecta a la disciplina. Una descarga resulta tan fácil de esquivar como un solo disparo. Sin duda ha dado ya la orden de disparar a discreción. ¡Dios me proteja! ¡No puedo escapar de todos!».

A un par de metros de distancia algo se hundió en el agua con un espantoso ruido, y, al mismo tiempo, en el fortín resonaba una enorme explosión que sacudió las mismas profundidades del río. Una muralla líquida se irguió delante de Farquhar, se curvó encima de él, cayó sobre él y lo cegó, lo ahogó… El cañón había empezado a funcionar. Mientras Farquhar sacudía la cabeza aturdida por el brutal remojón, oyó silbar en el aire el proyectil desviado de su trayectoria y, unos segundos después, le oyó tronchar las ramas de los árboles, allá en el bosque.

«No repetirán el tiro con bala —pensó—. La próxima vez cargarán la pieza con metralla. Debo mantener la vista fija en el cañón: el humo me avisará. La detonación llega demasiado tarde; se arrastra detrás del proyectil: es un buen cañón».

De repente se sintió atrapado en un remolino; giraba como una peonza. El agua, las orillas, el bosque, el puente, el fuerte y los soldados ahora lejanos, todo se mezclaba y se esfumaba. Los objetos no estaban representados más que por sus colores; listas coloreadas circulares y horizontales, he aquí todo lo que veía. Atrapado en un remolino, avanzaba con un movimiento de rotación tan rápido que se sentía enfermo de vértigo y de náusea. Unos instantes después se encontró lanzado contra la orilla sur, detrás de una lengua de tierra que penetraba en el río y le ocultaba a sus enemigos. Su repentina inmovilidad, el contacto de una de sus manos con la arena le devolvieron el uso de sus sentidos y lloró de alegría. Hundió sus dedos en la arena y se la echó a puñados encima del cuerpo, bendiciéndola en voz alta. Para él era oro, diamantes, rubíes, esmeraldas; no podía pensar en nada tan hermoso, ni siquiera semejante. Los árboles de la orilla eran gigantescas plantas de jardín; notó que estaban alineados correctamente, aspiró el perfume de sus flores. Una claridad extraña, color de rosa, brillaba entre los troncos, y el viento producía en sus ramajes la música armoniosa de un arpa eólica. Farquhar no deseó acabar de fugarse; le bastaba con permanecer en aquel lugar encantador hasta que volvieran a cogerle.

El silbido y el ruido de la metralla en las ramas, encima de su cabeza, le arrancó de su ensueño. El decepcionado artillero le había mandado al azar una descarga de despedida. Se levantó de un salto, ascendió apresuradamente por la pendiente que formaba la orilla y se hundió bajo los árboles.

Todo aquel día anduvo sin descanso, guiándose por la trayectoria del sol. El bosque parecía interminable: no se divisaba un camino por ninguna parte, ni siquiera un sendero de cabras. Farquhar había ignorado que vivía en una región tan silvestre, y la súbita revelación tenía algo de sobrenatural.

A la caída de la noche, fatigado, hambriento, con los pies doloridos, siguió andando, alentado por el recuerdo de su esposa y de sus hijos. Acabó por encontrar un camino que le conduciría en la dirección deseada. Era tan ancho y tan recto como una carretera, y no obstante parecía como si nadie hubiese caminado nunca por él. No estaba bordeado por ningún campo; no se veía ninguna morada humana por parte alguna. Nada, ni siquiera el ladrido de un perro sugería la presencia del hombre en aquellos alrededores. Los cuerpos negros de los grandes árboles formaban dos murallas rectilíneas que se unían en el horizonte en un solo punto, como un diagrama en una lección de perspectiva. Al alzar los ojos por encima de su cabeza, a través de aquella brecha en el bosque, Farquhar vio brillar unas grandes estrellas de oro que le eran completamente desconocidas, agrupadas en extrañas constelaciones. Tuvo la certeza de que estaban dispuestas con arreglo a un orden lleno de un sentido oculto y nefasto. En el bosque resonaban unos extraños ruidos, entre los cuales, una vez, dos veces, luego una vez más, distinguió claramente unos murmullos en un idioma desconocido.

El cuello le dolía; se lo tocó con la mano y lo encontró terriblemente hinchado. Sabía que el magullamiento de la cuerda había marcado en él un círculo negro. No conseguía ya cerrar sus ojos congestionados. Su lengua estaba hinchada por la sed, y para aplacar su fiebre la sacó entre sus dientes para exponerla al aire fresco. ¡Qué suave alfombra había tendido la hierba a lo largo de aquella avenida virgen! ¡Farquhar no sentía ya el duro suelo bajo sus pies!

Indudablemente, a pesar de sus sufrimientos, se ha dormido mientras andaba, ya que ahora contempla otra escena (tal vez acaba de reponerse de una crisis de delirio). Se encuentra ante la verja de su casa. Todo está tal como lo dejó, todo resplandece de belleza bajo el sol matutino. Ha debido andar durante toda la noche. Mientras abre las puertas de la verja y echa a andar por la gran avenida blanca, ve flotar unos vestidos ligeros, su esposa, de rostro fresco y dulce, baja los escalones de la veranda para salir a su encuentro. Y se queda esperándole, con una sonrisa de inefable alegría, en una actitud de una gracia y de una dignidad sin igual. ¡Ah! ¡Qué hermosa es! Farquhar se lanza hacia ella, con los brazos tendidos. En el preciso instante en que va a abrazarla, siente en la nuca un golpe que le aturde; una blanca claridad cegadora llamea a su alrededor con un ruido semejante al tronar del cañón. Luego, todo es silencio y tinieblas.

Peyton Farquhar estaba muerto; su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba suavemente, de un lado a otro, bajo el armazón del puente de Owl Creek.

Fin.

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