El Disparo. Segunda Parte.


EL DISPARO

ALEJANDRO SERGEYEVICH PUSHKIN *





II

Unos años más tarde, motivos familiares me obligaron a establecerme en un pueblo muy pequeño y muy pobre del distrito de N… Mientras me ocupaba en las cuestiones domésticas, no cesaba de suspirar añorando mi existencia de otros tiempos, agitada y llena de emociones. Lo más difícil para mí era el acostumbrarme a pasar las veladas de primavera y de invierno en una completa soledad. Me las arreglaba bastante bien hasta la hora de cenar, charlando con el starets, paseando por el campo o visitando los nuevos establecimientos. Pero, en cuanto se acercaba el crepúsculo, no había qué hacer. Me sabía de memoria los escasos libros de mi biblioteca. Mi ama de llaves, Kirilovna, me había contado hasta el aburrimiento todos los cuentos que sabía; las canciones de las campesinas me entristecían. Si el alcohol no me hubiese producido dolores de cabeza, me habría entregado a la bebida; además, temía convertirme en un borracho por tristeza, es decir, en uno de esos pobres desgraciados que tanto abundan en nuestro distrito.

No tenía apenas vecinos, aparte de dos o tres de esos borrachines cuya conversación se compone esencialmente de hipos y de suspiros. Era preferible la soledad. Finalmente decidí cenar más tarde y acostarme más temprano; de este modo acortaba las veladas, alargando un poco el día.

A cuatro verstas de distancia de mi casa se extendía la rica hacienda de la condesa B…, hacienda que sólo estaba habitada por el colono; la condesa no había visitado su dominio más que una sola vez, el año de su boda, y su estancia no se prolongó más de un mes. Sin embargo, en la segunda primavera de mi reclusión, corrió el rumor de que la condesa y su marido vendrían a pasar el verano en su finca. En efecto, llegaron a primeros de junio.

La llegada de un vecino rico es un acontecimiento importante para los habitantes de un pueblo campesino. Los propietarios y sus allegados hablaron del suceso desde dos meses antes de que se produjera, y seguían hablando de él tres años después. En cuanto a mí, lo confieso, la noticia de la llegada de una vecina joven y bella me produjo una gran impresión; ardía en impaciencia por verla, y, el primer domingo después de su llegada, luego de cenar, me encaminé a la finca para presentar mis respetos a Sus Excelencias y para ofrecerme a ellos como su más próximo vecino y su más humilde servidor.

Un lacayo me introdujo en el gabinete del conde y fue a anunciar mi visita. La amplia estancia estaba amueblada con todo el lujo que imaginarse pueda. A lo largo de las paredes había altas estanterías llenas de libros; sobre cada estantería, un busto de bronce; encima de la chimenea de mármol, un enorme espejo. El suelo estaba cubierto con una alfombra verde, en la cual se hundían muellemente los pies.

Hacía mucho tiempo que no había tenido ocasión de ver nada tan fastuoso y me sentí algo intimidado. Esperé la llegada del conde con la aprensión de un provinciano que hace antecámara en casa de un ministro, al cual acude con una solicitud.

La puerta se abrió y dio paso a un hombre de unos treinta años, muy guapo. El conde se acercó a mí con aire cordial y amistoso; su acogida me animó un poco. Tomamos asiento. Su conversación, franca y jovial, disipó prontamente mi timidez; había recobrado por entero el dominio de mí mismo, cuando de repente apareció la condesa y volví a sentirme confundido. La condesa era muy hermosa. El conde me presentó; quise aparecer desenvuelto, pero cuanto más me esforzaba en adoptar un aire despreocupado, más cohibido me sentía. Para darme tiempo a recobrarme de mi evidente confusión, el conde y la condesa se pusieron a hablar entre ellos, tratándome como a un antiguo conocido y sin ninguna ceremonia. Incapaz de permanecer sentado, me paseé a lo largo de la estancia, examinando los libros y los cuadros. No soy un entendido en pintura, pero una de las telas me llamó la atención. Era una reproducción de un paisaje suizo; lo que me impresionó no fue el cuadro en sí, sino el ver los orificios que dos balas habían dejado en la tela.

—Buen disparo —comenté, dirigiéndome al conde.

—Desde luego —asintió—. ¿Es usted buen tirador?

—Sólo pasable —contesté, alegrándome en mi fuero interno de que la conversación abordara un tema que me era familiar—. A treinta pasos de distancia puedo perforar un naipe, disparando con unas pistolas que me sean conocidas, por supuesto.

—¡De veras! —inquirió la condesa, contemplándome con una nueva atención—. Y tú, amigo mío, ¿serías capaz de perforar un naipe a treinta pasos de distancia?

—Algún día lo probaremos —dijo el conde—. En otros tiempos, estaba considerado como un buen tirador. Pero hace cuatro años que no he tocado una pistola.

—En tal caso, me atrevería a apostar que Vuestra Excelencia no acertaría a un naipe a veinte pasos de distancia; la pistola requiere un ejercicio cotidiano: lo sé por experiencia. En nuestro regimiento estaba considerado como uno de los mejores tiradores. En cierta ocasión me pasé un mes entero sin tocar una pistola; las mías estaban en reparación. Pues bien, ¿sabe usted lo que me ocurrió, Excelencia? La primera vez que volví a disparar, a veinte pasos, fallé cuatro disparos seguidos contra una botella. Teníamos un capitán, muy bromista, que estaba presente en aquel momento y que me dijo: «¡Caramba, amigo mío! ¡Pareces haber adquirido un repentino respeto por las botellas!». Créame, Excelencia, no hay que descuidar la práctica… El mejor tirador que he conocido nunca dejó de practicar todos los días antes de cenar. Era para él una especie de aperitivo.

El conde y la condesa parecían encantados al verme entregado de lleno a la conversación.

—¿Y era tan buen tirador como todo eso? —preguntó el conde.

—Juzgue usted mismo, Excelencia: se posaba, por ejemplo, una mosca en la pared… ¿Se ríe usted, condesa? Le juro que es verdad. Bien, como iba diciendo, se posaba una mosca en la pared: «¡Kuzka! ¡Una pistola!», gritaba. Kuzka le entregaba una pistola cargada. ¡Bum! Y la mosca se hundía en la pared.

—¡Asombroso! —exclamó el conde—. ¿Cómo se llamaba?

—Silvio, Excelencia.

—¡Silvio! —exclamó el conde, poniéndose bruscamente en pie—. ¿Ha conocido usted a Silvio?

—Desde luego, Excelencia. Éramos muy amigos. Perteneció a mi regimiento. Pero hace cinco años que no he tenido noticias suyas. ¿Lo conoce también Vuestra Excelencia?

—Lo he conocido; lo he conocido muy a fondo. ¿Acaso le contó a usted alguna vez una aventura muy singular?

—Como no se trate de un bofetón que le propinó un joven ligero de cascos, en un baile…

—¿Y le dijo a usted el nombre de aquel joven ligero de cascos?

—No, Excelencia, no me lo dijo —respondí. Y de repente adiviné la verdad—. ¡Oh! Le ruego que me perdone… ¿Acaso era usted…?

—Sí —respondió el conde, muy emocionado—. Y en ese cuadro está usted viendo la señal de nuestro último encuentro.

—¡Oh, querido! —exclamó la condesa—. ¡Por amor de Dios! No continúes, es demasiado espantoso.

—¡No! —replicó el conde—. Voy a contarlo todo. Nuestro visitante sabe cómo ofendí a Silvio, y quiero que sepa también cómo se vengó.

El conde me invitó a sentarme y escuché con la más viva curiosidad el relato siguiente:

—Me casé hace cinco años. Pasé la luna de miel aquí, en esta finca, que fue testigo de los mejores momentos de mi vida, pero que al mismo tiempo me recuerda unos acontecimientos muy penosos.

»Una tarde salimos a dar un paseo a caballo, mi esposa y yo; el caballo que montaba mi esposa se encabritó, ella se asustó, me entregó la brida y decidió regresar a pie. Llegué a la casa antes que ella. En el patio había un carruaje; me dijeron que un hombre me estaba esperando en la biblioteca; no había querido dar su nombre, limitándose a decir que tenía que tratar de un asunto conmigo. Entré en esta misma habitación, medio a oscuras y vi a un hombre, cubierto de polvo, con la barba sin recortar, que estaba de pie junto a la chimenea. Me acerqué a él, tratando de reconocer sus facciones.

»—¿No me conoces, conde? —me preguntó.

»—¡Silvio! —exclamé, y confieso que los cabellos se me pusieron de punta.

A tus órdenes —me dijo—. Me toca a mí disparar; he venido a terminar nuestro duelo. ¿Estás dispuesto?

»Sacó una pistola de su bolsillo. Medí doce pasos y me coloqué allí, en aquel rincón, rogándole que disparase lo más pronto posible, antes de que regresara mi esposa.

»Pero Silvio no se apresuró y exigió que trajeran algunas luces. Los criados trajeron unas velas. Cerré la puerta con llave, para impedir la entrada a cualquiera que fuese, y le rogué de nuevo que disparase. Me apuntó… Conté los segundos, pensando en mi esposa… ¡Transcurrió un horrible minuto! Silvio bajó el brazo.

»—Lamento —dijo— que mi pistola no esté cargada con huesos de cerezas… el plomo es pesado… Esto no tiene ya aspecto de duelo, sino más bien de un asesinato; no estoy acostumbrado a disparar contra un hombre desarmado. Empecemos de nuevo, y que la suerte decida quién debe disparar primero.

»La cabeza me daba vueltas… No estaba dispuesto a acceder, pero finalmente cargamos una segunda pistola, introdujimos dos números en su gorra, que conservaba el agujero de mi bala, y saqué de nuevo el número uno.

»—Tienes una suerte endiablada, conde —me dijo Silvio, con una sonrisa que no olvidaré nunca.

»No comprendo lo que me pasó, ni cómo pudo obligarme a disparar… Pero lo hice, y mi bala atravesó esa tela (el conde señaló con el dedo el cuadro agujereado por dos balas; su rostro estaba encendido; la condesa, en cambio, estaba más blanca que su pañuelo; no pude reprimir una exclamación).

»Disparé —continuó el conde—, y, afortunadamente, erré el tiro. Entonces, Silvio empezó a apuntarme. De repente, se abrió la puerta. Macha entró corriendo y se precipitó a mi cuello, lanzando un agudo grito. Su presencia me devolvió todo mi valor.

»—¡Querida! —le dije—. ¿No ves que estamos bromeando? No debes asustarte. Anda, ve a beber un vaso de agua y vuelve. Te presentaré a un viejo amigo y camarada.

»Pero Macha no creyó mis palabras.

»—¿Es cierto lo que dice mi marido? —preguntó, dirigiéndose al terrible Silvio—. ¿Es cierto que están ustedes bromeando?

»—Su marido bromea siempre, condesa —respondió Silvio—. En cierta ocasión me dio una bofetada… en broma; en otra atravesó con una bala esta gorra… también en broma; acaba de fallar, en broma, el tiro que iba dirigido contra mí. Ahora me ha llegado el turno de bromear…

»Y alzó la pistola, apuntándome de nuevo. Macha se arrojó a sus pies.

»—¡Levántate, Macha! ¡Lo que estás haciendo es vergonzoso! —grité, enfurecido—. En cuanto a usted, caballero, deje ya de asustar a una pobre mujer. ¿Quiere disparar de una vez, sí o no?

»—No dispararé —dijo Silvio—. Estoy satisfecho: te he visto asustado, te he obligado a disparar contra mí… Estoy satisfecho, pero tú te acordarás de mí. Te dejo con tu conciencia.

»Antes de marcharse, se detuvo y, casi sin apuntar, disparó contra el cuadro que yo había agujereado. A continuación desapareció.

»Mi esposa se había desvanecido; mis criados no se atrevieron a detener a Silvio y le contemplaron con terror mientras subía de nuevo a su carruaje. Antes de que me hubiera recobrado de la impresión, el cochero había arreado a los caballos.

El conde se calló. Fue así como conocí el final de la historia cuyo comienzo tanto me había impresionado.

Nunca volví a ver a nuestro héroe. Se dice que a raíz de la sublevación de Alejandro Ipsilanti, Silvio mandaba un destacamento de los heteristas y que murió en la batalla de Skulani.

Fin.

Comentarios