EL MISTERIO Sexta parte


EL MISTERIO

LEÓNIDAS NICOLAIEVICH ANDRÉIEV*



VI


A pesar de todo, a la mañana siguiente me levanté dueño todavía de mi equilibrio mental. Durante toda la mañana mi tranquilidad fue absoluta, y mi cerebro funcionaba como el de cualquier hombre en perfecto estado de salud física y mental. Para que nada turbara mis reflexiones, pretexté una jaqueca y, en vez de ayudar al aya y a los niños a adornar el árbol, me fui a pasear por el camino de la estación. El día era frío y triste.

Había leído y había oído decir a hombres doctos y expertos que las personas abrumadas por un gran dolor o un gran remordimiento suelen tener visiones fantásticas; pero yo no me encontraba en ninguno de los dos casos. El desconocido, por lo tanto, era un ser real. Ahora bien, ¿qué relación existía entre el hombre del sombrero hongo, que se sostenía en el aire, que acechaba detrás de los cristales, y yo? ¿Por qué me manifestaba tan obstinado afecto? ¿Qué quería de mí? En aquella casa, yo no era más que un profesor, y nada sabía de la triste equivocación, de la dolorosa injusticia, del crimen, quizá, cuya sombra planeaba sobre el lugar y sobre las personas.

¿Qué quería de mí? En aquella casa, yo no era más que un profesor.

Repetí varias veces, en voz alta, aquel argumento. Me parecía tan convincente, que de buena gana hubiera hablado con el espectro, le hubiera dicho que estaba equivocado, que en aquella casa yo no era más que un profesor. Pero ¿acaso puede dialogarse con los espectros? ¡Qué estupidez!

«¡No soy más que un profesor!», repetí de nuevo, tras una breve pausa.

Y no tardé en darme cuenta de que mis pensamientos eran siempre los mismos y se sucedían en el mismo orden, trazando un círculo semejante al de un caballo amaestrado, un círculo que se cerraba siempre con la palabra «estupidez». Era preciso salir de él, pensar en otra cosa, pero me resultaba imposible. Parado en medio del camino, continuaba girando, girando como un caballo bajo el látigo del domador. Experimenté un miedo atroz, no inspirado por el espectro, al cual no concedía ya tanta importancia, sino por las ideas que pueden cruzar por un pobre cerebro humano. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no gritar. De súbito, la soledad me asustó; volví precipitadamente sobre mis pasos: en aquel momento, la casa de Norden me parecía un refugio seguro.

Cuando llegué a ella me sentí súbitamente tranquilizado, tal vez por la presencia de dos estudiantes, sobrinos de Norden, que habían llegado aquella mañana, invitados a pasar la Nochebuena. Eran dos muchachos muy simpáticos, a los cuales bastaba mirar para saber que eran hermanos. Estaban ayudando a Norden y a los niños a adornar el árbol. Arriba resonaba —sinceramente alegre, por primera vez— el piano de la señora Norden. La invisible pianista interpretaba un nuevo baile cuya partitura habían traído los estudiantes.

Recuerdo que, antes de almorzar, los dos huéspedes y yo dimos un paseo. El almuerzo fue muy alegre: bebimos como esponjas y nos reímos mucho. Por la tarde llegó una señora gorda, con sus dos hijas, animadísimas y muy amables. Aquella noche bailamos en serio.

Durante los días que siguieron llegaron otros invitados, todos muy simpáticos. A pesar de que la casa no era muy espaciosa, no sé cómo se las arregló Norden para alojar a tanta gente. Lo cierto es que, terminadas las diversiones nocturnas, todas aquellas damas y todos aquellos caballeros se retiraban a sus respectivos aposentos. No podría decir quiénes eran. Es más, no recuerdo el rostro de ninguno de ellos. Recuerdo muy bien los trajes de los hombres y los vestidos de las mujeres, los detalles del atuendo de unos y otras; pero he olvidado sus rostros. Me parece estar viendo aún el uniforme de un general, pero sólo el uniforme, como si el invitado que lo llevaba fuera un maniquí.

Pero volvamos al día en que llegaron los dos estudiantes y la señora gorda y sus dos hijas. Después de haber bebido y bailado más de la cuenta —haciendo reír, con mi torpeza, a todos los presentes—, me retiré a mi cuarto sintiéndome un poco mareado. Me dejé caer en la cama, sin desvestirme, y me quedé inmediatamente dormido.

La sed y una rara sensación me despertaron al cabo de un par de horas, obligándome a levantarme. Había dejado descorrido el visillo. Detrás de los cristales estaba «él». Recuerdo que me encogí de hombros y me bebí dos vasos de agua. «Él» no se iba. Tiritando de frío, olvidados el baile y la música, me dirigí lentamente hacia la puerta. Al igual que el día anterior, el frío del cerrojo me quemó los dedos; y, al igual que el día anterior, lo encontré esperándome en lo alto de la escalinata. En medio del silencio nocturno, lejanos y solitarios, se oían los ladridos de un perro.

Ignoro el tiempo que llevábamos frente a frente, silenciosos, inmóviles, separados por un par de pasos de distancia, cuando «él», apartándome con cierta rudeza, penetró en la casa. Lo seguí a través de las oscuras estancias. Me guiaba su silueta negra, destacando sobre el fondo blanquecino de las ventanas. No me causó la menor sorpresa verle introducirse en mi cuarto.

Yo entré detrás de él y, maquinalmente, cerré la puerta; pero me detuve a unos pasos del umbral: temía tropezar con el desconocido en la oscuridad de la estancia. Cuando mis ojos se acostumbraron a las tinieblas, vi un bulto inmóvil junto a la pared, en un lugar donde no había ningún mueble, y deduje que era «él», aunque no se le oía respirar ni daba señales de vida.

No obstante, transcurrió tanto tiempo y su inmovilidad era tan absoluta, que empecé a dudar de su presencia. Sacando fuerzas de flaqueza me obligué a mí mismo a acercarme al bulto y a palparlo. Mis dedos tocaron una tela, bajo la cual se percibía la dureza de un brazo o de un hombro. Retiré apresuradamente la mano y continué mirando, perplejo, a mi nocturno visitante. Finalmente, conseguí articular:

—¿Qué quiere usted de mí? En esta casa, yo no soy más que un profesor.

Pero no me contestó. Me pareció ridículo haberle llamado de usted. A pesar de su silencio, me di cuenta de que deseaba que me acostara. Me desvestí bajo la mirada de sus ojos invisibles, y los crujidos de la cama al hundirse con el peso de mi cuerpo, me llenaron de turbación, sin saber por qué. Ya entre las frías sábanas, recordé que no había dejado, como de costumbre, las botas en el pasillo, junto a la puerta.

Me acosté boca arriba, considerando que aquella postura era la más respetuosa. Por su parte, «él» se sentó en el borde de la cama y apoyó una mano en mi frente.

Era una mano fría y pesada, de la cual parecían emanar el sueño y la tristeza. He sufrido mucho en la vida, he asistido a la muerte de mi padre; pero no creo que exista una tristeza semejante a la que experimenté al contacto de aquella mano. Inmediatamente empecé a dormirme; pero, cosa rara, el sueño y la tristeza no luchaban, sino que penetraban juntos en mí y se extendían unidos por todo mi cuerpo, mezclándose con mi sangre y empapando mis músculos y mis huesos. Cuando llegaron a mi corazón y lo invadieron, mi razón, mis pensamientos, mi terror, se ahogaron en un mar de angustia mortal, desesperada. Las imágenes, los recuerdos, los deseos, la juventud, la misma vida, parecieron extinguirse. La presencia del desconocido me resultaba ya indiferente. Todo mi ser languidecía en el infinito desmayo de aquella tristeza sin límites y de aquel sueño sin ensueños.

A la mañana siguiente me desperté a la hora de costumbre. En la habitación no había nadie, y todo estaba en orden. No me sentía bien ni mal, sino como vacío. Mi rostro —que vi en el espejo, mientras me vestía—, un rostro vulgar y feo, no había sufrido alteración alguna: continuaba siendo, sencillamente, el de un hombre que ha pasado mucha hambre y no ha conocido ningún afecto.

Todo estaba igual y, sin embargo, yo sabía que en el mundo había cambiado algo y que nunca volvería a ser como era. Pero observé en mí una cosa que me produjo cierta satisfacción: el misterioso espectro que me perseguía no me inspiraba ya ningún temor. Al entrar en el comedor, donde Norden hacía desternillarse de risa a sus huéspedes contándoles chascarrillos, experimenté una repugnancia invencible, que cuando empecé a estrechar manos se convirtió en verdadero asco.

Aquel asco fue debilitándose en el transcurso del día —un día animado, ruidoso, de continuo jolgorio—, y casi llegó a desaparecer, pero volví a experimentarlo todas las mañanas al estrechar la mano de los invitados.


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