EL MISTERIO Séptima parte


EL MISTERIO

LEÓNIDAS NICOLAIEVICH ANDRÉIEV*





VII


Aquella mañana, cuando volvimos de la playa, después de bombardearnos, en un alegre combate dirigido por Norden, con bolsas de nieve, me encerré en mi cuarto y le escribí una carta a uno de mis compañeros de Petersburgo. No era amigo mío, pues yo no tenía amigos, pero me trataba mejor que los demás y era un buen muchacho amable y servicial. Le decía que me encontraba en un gran peligro y le rogaba que acudiera en mi socorro; pero en una forma tan desmayada, tan poco expresiva, que la carta, de haber llegado a sus manos, hubiese provocado en él un simple encogimiento de hombros. No sé por qué motivo, no se la envié. El día que me dieron de alta en el hospital la encontré en un bolsillo de mi chaqueta, metida en un sobre cerrado, pero sin dirección. ¿Por qué no puse las señas? ¿No las recordaba? Me sería imposible decirlo.

Creo que fue aquel día cuando empecé a perder la memoria. El último período de mi vida en casa de Norden sólo lo recuerdo de un modo fragmentario. Ya he dicho que no recuerdo más que la ropa de los numerosos invitados, como si no se tratara de seres humanos, sino de maniquíes. Y debo añadir que he olvidado también sus palabras, todas sus palabras, aunque hablaba y bromeaba con ellos. Asimismo, me resulta completamente imposible recordar el tiempo transcurrido entre el día que escribí la carta y el último de mi estancia en la casa. ¿Fueron dos o tres días? ¿Dos o tres semanas? No lo sé. En cambio, recuerdo perfectamente algunos detalles aislados. Acaso mi amnesia no se remonta, como supongo, al día que escribí la carta y sea producto de la larga y grave enfermedad que he padecido.

Por encima de todo, recuerdo —eso es algo inolvidable— las visitas nocturnas del desconocido. Todas las noches, cuando los invitados se retiraban a sus habitaciones, yo me acostaba vestido y dormía unas horas: luego, a través de las oscuras estancias, me dirigía al vestíbulo, abría la puerta del jardín y dejaba entrar al espectro, que me esperaba ya en lo alto de la escalinata. Le seguía hasta mi cuarto, me desvestía, me tendía entre las frías sábanas, y él se sentaba al borde de mi lecho y posaba su mano en mi frente. Una mano de la cual emanaban el sueño y la tristeza.

No me inspiraba ya ningún temor. Si no le hablaba, no era por miedo, sino porque consideraba superflua toda palabra. Hubiérase dicho que era un médico silencioso y metódico en su visita diaria a un enfermo silencioso y dócil.

Después empezaba el día ruidoso, agitado, y le sucedía la velada, con su desaforada y ficticia alegría. No sé qué extrañas velas habían colocado, sin que yo lo viera, en el árbol de Navidad: cada noche brillaba más, inundando de cegadora claridad las paredes y el techo. Y a todas horas resonaban los estimulantes gritos de Norden:

—Tanziren! Tanziren!

No recuerdo otras veces; pero todavía me parece oír aquélla, que me persigue en mis sueños, irrumpe en mi cerebro y dispersa mis pensamientos. Encaramado sobre todos los demás ruidos, aquel grito resonaba tenaz, insoportable, de extremo a extremo de la casa. A veces se tornaba ronco, amenazador…

Recuerdo que una noche la pianista invisible dejó súbitamente de tocar y se produjo un extraño silencio.

—Tanziren! Tanziren! —gritó furiosamente Norden.

Debía de estar borracho. Tenía los cabellos en desorden, y la expresión de su rostro era feroz, salvaje.

—Tanziren! Tanziren!

Los invitados se apretujaban a lo largo de las paredes inundadas de luz, de una luz fulgurante, como la de un incendio.

—Tanziren! Tanziren! —repetía Norden, agitando los puños.

Y en sus ojos brillaba la amenaza.

Por fin volvió a sonar la música y el baile continuó.

Aquél fue el más brillante de todos. Recuerdo de él, además de lo que he referido, lo numeroso de la concurrencia: sin duda, aquella tarde había llegado muchísima gente.

A mi recuerdo de aquel baile se asocia en mi memoria el de un sentimiento muy raro: el de la presencia de Elena.

No sé si ardían muchas antorchas en el patio y en el jardín. Lo único que sé es que, consciente o inconscientemente, me dirigí hacia la playa. Y allí, junto a la pirámide cubierta de nieve, permanecí largo rato pensando en Elena. He dicho «pensando»… y juraría que durante toda la velada la tuve a mi lado. Incluso recuerdo las dos sillas en las cuales estuvimos sentados el uno junto al otro, conversando. Y creo que me bastaría un pequeño esfuerzo de memoria para recordar su rostro, su voz, sus palabras, y comprender… Pero no quiero hacer ese esfuerzo. Que todo continúe como está.

Una vez que Elena hubo desaparecido, su presencia fue sustituida en mi alma por una nueva sensación: la de que era testigo involuntario de una lucha despiadada entre seres invisibles y misteriosos. En su combate, agitaban el aire de tal modo que el torbellino me arrastraba a mí, mero espectador. No creo que Norden, a pesar de ser uno de los personajes de aquel drama, tuviera una idea más clara que la mía de lo que sucedía a nuestro alrededor.

Sin embargo, mi terror sólo duró hasta que recibí la visita del desconocido. En cuanto su mano se posaba sobre mi frente, mis emociones, mis deseos, mi voluntad, mi inteligencia, se hundían en un mar de tristeza Y el hecho de que la tristeza llegara siempre en íntima unión con el sueño, la hacía aún más terrible. Cuando el hombre está triste, pero despierto, la visión de la vida que le rodea alivia un poco su dolor; pero el sueño se alzaba entre mi alma y el mundo exterior como un espeso muro, y la tristeza —una tristeza inmensa, sin límites— la saturaba.

Ignoro cuántos días habían transcurrido desde que en el curso de aquel ruidoso baile los «Tanziren! Tanziren!» de Norden quedaron bruscamente ahogados por un torrente de voces estremecedoras.

Me despertó, precisamente a la hora en que el desconocido solía detenerse delante de mi ventana, un repentino estrépito de carreras y de gritos. Me acordé de aquella noche del mes de noviembre… No me levanté a abrirle la puerta al desconocido como de costumbre. Estaba seguro de que no había venido ni vendría. Me desvestí y volví a acostarme. Los gritos y las carreras continuaban. En la escalera interior resonaban de continuo pasos apresurados. Unos días antes, aquel ininterrumpido subir y bajar, que hacía presagiar alguna desgracia, me hubiera producido una dolorosa impresión, manteniéndome en vela. Pero ahora no me preocupaba. Tranquilamente me dormí, pues sabía que el desconocido no se atrevería a venir estando todo el mundo levantado en la casa.

En aquel momento, ignoraba que no volvería a ver nunca más los anchos hombros de mi nocturno visitante.

Cuando me desperté, reinaba en la casa un profundo silencio, a pesar de que el sol estaba ya muy alto. Sin duda, después de la agitada noche, incluso los criados estaban durmiendo.

Me vestí y salí al comedor. Encima de la mesa yacía una mujer amortajada.

Nunca había visto de cerca a la señora Norden, pero la reconocí inmediatamente.

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