EL MISTERIO Segunda parte


EL MISTERIO

LEÓNIDAS NICOLAIEVICH ANDRÉIEV*




II


Antes de seguir adelante debo hablar de mi vida entre aquellas personas tan raras, tan desagradables y tétricas, a pesar de su aparente regocijo.

Por la mañana ejercía mis funciones docentes por espacio de dos horas. Mi discípulo, Volodia, era un muchacho de ocho años, muy bien educado, cortés como un gentleman, estudioso y dócil. No apoyaba, como otros discípulos que yo había tenido, las rodillas en el borde de la mesa, ni se metía los dedos en las narices, ni derramaba la tinta, ni decía sandeces. Escuchaba mis explicaciones con un aire tan grave como si yo fuera el rey Salomón y él uno de mis súbditos. Ignoro si me consideraba realmente como un sabio; pero aquella grave atención, que parecía atribuir un enorme valor a cada una de mis palabras, me azoraba mucho. Todos los días, excepto los festivos, a las diez en punto aparecía ante mi mesa la cabeza rubia, pelada al rape, de Volodia, y a las doce en punto desaparecía. El rostro del muchacho era achatado, pálido, desprovisto de cejas, y los ojos, muy separados y de color claro, destacaban en él con gran relieve, como si estuvieran en un plato. El pobre niño no tenía mucho que agradecerle a la naturaleza desde el punto de vista de la estética. «Quizá con el tiempo mejore su aspecto», pensaba yo. A pesar de su aire respetuoso y de su prudencia, no me era simpático. He dicho «a pesar», y debí decir «a causa»: yo lo encontraba demasiado dócil y cortés. Sólo se reía cuando alguna persona mayor bromeaba, y lo hacía como para complacerla. En su inexpresivo semblante sólo se pintaban la alegría, el asombro, el horror o la tristeza cuando algún adulto decía algo que «debía» alegrar, asombrar, horrorizar o entristecer a sus oyentes. No parecía un niño, sino alguien que representaba concienzudamente el papel de niño. Incluso cuando jugaba lo hacía a instancias de las personas mayores, y como si hubiese aprendido a jugar en sueños. Sus dos hermanitos —un chiquillo de siete años y una niña de cinco— no podían haberle enseñado: no jugaban nunca.

Yo veía muy poco a los hermanos de Volodia. Siempre estaban con su vieja aya inglesa, con la cual no podía conversar debido a mi desconocimiento del idioma.
Traté de acostumbrar a mi discípulo a que paseara conmigo; pero lo hacía de un modo absurdo, artificial como un autómata, como un niño de madera o de celuloide; bien educado, eso sí.

Una tarde bajé al jardín y lo vi sentado en un banco muy limpio, junto a un sendero, también muy limpio y sin huella alguna. Volodia estaba llorando. Tenía una rodilla entre las manos y se mordía el labio inferior. Era la primera vez que percibía en su rostro una expresión verdaderamente infantil. Sin duda se había caído y se había lastimado seriamente. En cuanto advirtió mi presencia, dejó de llorar, se puso en pie y salió a mi encuentro, cojeando ligeramente.

—¿Te has lastimado, Volodia? —inquirí.

—Sí.

—Llora, llora…

Me miró fijamente, como para convencerse de que hablaba en serio, y respondió:

—Ya he llorado.

No me habría sorprendido oírle añadir: «Gracias», como el protagonista de la antigua anécdota. ¡Hasta tal punto era fino aquel absurdo hombrecito!

Mis deberes pedagógicos, como ya he dicho, se reducían a las dos horas diarias de clase; en consecuencia, me pasaba gran parte del día paseando, si el tiempo lo permitía, o leyendo en mi cuarto. Norden había puesto a mi disposición todos sus libros, que eran muy numerosos, proporcionándome con ello una gran alegría. A veces leía en la biblioteca, para lo cual me había dado permiso también Norden, y allí me encontraba a mis anchas. Cómodos divanes, grandes mesas cubiertas de revistas, estanterías repletas de libros lujosamente encuadernados, silencio…, un silencio más absoluto todavía que el que reinaba en mi aposento, ya que la biblioteca se encontraba en el segundo piso, donde no llegaban los únicos ruidos de la casa, todos provocados por Norden, ignoro con qué objeto, haciendo ladrar a los perros, cantar a los niños y reír a cuantos le rodeaban.

A la hora de las comidas nos reuníamos en el comedor los niños, el aya, Norden y yo. Nunca había invitados, si se exceptúa un alemán gordo y taciturno que almorzaba a veces con nosotros y que sólo abría la boca para comer y para reír cuando Norden contaba algún chascarrillo. Creo que era el administrador de Norden.

Durante las comidas reinaba una ruidosa alegría: continuamente resonaban estrepitosas carcajadas, con motivo o sin él. El amo de la casa utilizaba todos los recursos para excitar la hilaridad de los comensales. El aya se desternillaba de risa, a pesar de que no comprendía ni la mitad de lo que Norden decía: al parecer, todo el mundo estaba obligado a reírse.

Los primeros días, no solía tomar parte en aquellas manifestaciones de regocijo, lo cual turbaba e incluso afligía a Norden.

—¿Por qué no se ríe usted? —me preguntaba, mirándome a los ojos con aire angustiado—. ¿No le ha hecho gracia?

Y me repetía el chascarrillo, aclarándome en qué consistía su comicidad. Y si, a pesar de todo, yo continuaba serio o me limitaba a sonreír, se ponía nervioso y contaba otro chascarrillo, y otro y otro, extrayéndome la risa como se extrae el agua de la manteca. De haberme obstinado en no reír, creo que Norden hubiera empezado a llorar y a besarme las manos, suplicándome por el amor de Dios la limosna de mi risa, como si su vida peligrase y mis carcajadas pudieran salvarla.

No tardé en reírme como los demás: la risa convulsa, estúpida, imbécil, ensanchaba mi boca, como el freno ensancha la de un caballo. Y, lleno de dolor y de horror, a veces experimentaba, estando solo en mi habitación o en la playa, unos locos deseos de reír…

Durante algún tiempo, al no ver en la mesa más que a las personas mencionadas, creí que la familia de Norden se reducía a sus tres hijos. Pero un día, al final del almuerzo, oí que alguien tocaba el piano en el piso alto, en el ala separada de la biblioteca por un pasillo, en cuyo extremo había una puerta, siempre cerrada. Quedé asombrado y, contra todas las convenciones —nunca he sabido adaptarme a ellas—, pregunté:

—¿Quién está tocando?

Norden respondió, risueño:

—Es mi esposa. Perdone. Me había olvidado de ponerle en antecedentes. Mi esposa no goza de muy buena salud, la pobre, y no sale de su habitación. Pero es inteligentísima; y toca el piano maravillosamente. ¡Escuche, escuche!

Pero la música era muy triste y Norden se turbó.

—¡Toca maravillosamente! —repitió, golpeando el borde del plato con el cuchillo.

Un instante después se puso en pie y echó a correr escaleras arriba.

No habían transcurrido dos minutos cuando volvió a bajar y exclamó, en tono jubiloso:

—¡Niños! ¡Miss Moll! ¡A bailar! ¡Mamá quiere que bailéis un poco!

En efecto, a la música triste sucedió la de un baile de moda, rápido y semiepiléptico. La ejecución, ahora, era mucho menos limpia, y Norden me explicó:

—Es una pieza nueva que acaban de mandarnos de Petersburgo. Un baile encantador. Este otoño lo está bailando toda Europa.

Y gritó:

—Tanziren, meine Kinden, tanziren! (¡Bailad, hijos míos, bailad!). ¡Y usted también, Miss Moll!

Y los tres dóciles muñecos empezaron a girar sobre sí mismos; la pequeña seguía con los ojos los movimientos de los mayores y los imitaba, levantando los brazos y agitando torpemente las piernas. Era la única cuya alegría me parecía verdadera, cuya risa no se me antojaba ficticia. Miss Moll, remedando a los niños, danzaba también, con la misma gracia de un caballo de circo obligado por el domador a andar sobre sus patas traseras. Norden batía palmas llevando el compás, lanzaba gritos de estimulador entusiasmo y, de pronto, como si no pudiera resistir la tentación, empezó también a bailar. Mientras bailaba, me dijo:

—¿Por qué no baila usted?

Luego se detuvo y me suplicó:

—¡Baile un poquito! ¡No nos niegue ese gusto! Si no sabe, Miss Moll le enseñará.

Pero yo me negué en redondo.

Cuando se llevaron a los niños, acaloradísimos, Norden encendió un cigarro y me preguntó, jadeante:

—Somos la familia más alegre del mundo, ¿verdad?

A partir de aquel día oí música casi a diario procedente del piso alto, unas veces triste, y otras, las más, alegre y no muy bien interpretada. Norden, siempre que efectuaba un viaje a Petersburgo, traía nuevas partituras, la mayoría de ellas de los nuevos bailes que estaban de moda en Europa. Iba muy a menudo a la capital, a donde le llamaban importantes asuntos; pero su ausencia no solía prolongarse más de un par de días, a lo sumo.

¿A qué obedecía el aislamiento de su esposa? «Tal vez ese misterio y el de la gran tristeza que planea sobre esta casa y sobre sus habitantes sean el mismo misterio», pensaba yo. Pero todas mis tentativas de averiguar algo resultaban estériles. A los criados no quería preguntarles nada; hubiera constituido una falta de delicadeza y, además, los criados parecían estar tan in albis como yo en lo que respecta a las intimidades de la familia. El respetuoso Volodia era un consumado maestro en el arte del disimulo.

—¿Cómo está tu mamá? —le pregunté un día—. ¿La has visto esta mañana?

—Sí. Todas las mañanas subimos a verla. Siente mucho no poder conocerle a usted…

—¿Está muy enferma?

—No… Toca muy bien el piano. Tiene mucho talento.

—¿Llora mucho?

—¿Mamá? —exclamó Volodia, asombrado—. ¿Por qué habría de llorar?

—Está siempre riéndose, ¿eh? —inquirí, en tono sarcástico.

—¿Acaso es malo reírse? —replicó el más respetuoso de mis discípulos, dispuesto, sin duda, a mostrarse jovial o saturnino, según lo que yo aseverase.

Una noche, o mejor dicho, un amanecer (los tres obreros estaban ya entregados a la tarea de borrar huellas), algo, en mi opinión relacionado con la pianista invisible, provocó súbitamente una gran agitación en la casa. Se oyó caer no sé qué; alguien profirió un grito de espanto o de dolor, y por el pasillo al cual daba la puerta de mi habitación pasaron varios criados con velas encendidas.

—¡No ha sido nada! —oí que decía Norden—. Un simple susto… El viento ha arrancado un postigo de la ventana, y el ruido…

El viento, en efecto, era muy fuerte. Aullaba en las chimeneas, se estrellaba furiosamente contra los muros y rugía a sus anchas en las alturas. Pero Norden había mentido: al hacerse de día pude comprobar que no se había caído ningún postigo.

Mientras contemplaba las ventanas, en busca de una que careciera de postigo, vi por primera vez, detrás de los cristales de una de ellas, a la esposa de Norden. Sus ojos grandes y profundos estaban clavados en el mar. En contra de lo que yo suponía, no era vieja, sino joven y bella.

—¿Qué edad tiene su esposa? —le pregunté aquella misma tarde a Norden, quien me inspiraba cada día menos respeto.

—Veintinueve años.

—Entonces, Elena…

—Elena era hija de mi primer matrimonio. Estoy casado en segundas nupcias.

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