EL MISTERIO Quinta parte


EL MISTERIO

LEÓNIDAS NICOLAIEVICH ANDRÉIEV*







V


Tenía que marcharme. Cuando se me ocurrió aquella idea salvadora comprendí que no debía demorar el ponerla en práctica. Pero algo más fuerte que la voz de la razón, débil y opaca, me encadenaba a aquel lugar paralizaba mi voluntad y me adentraba más y más en aquel círculo de misterio y de horror. La tristeza y el miedo tienen su encanto, y el poder de las fuerzas oscuras sobre las almas que no han conocido nunca la alegría es muy grande. Casi sin vacilar, rechacé la idea salvadora.

Acaso contribuyera a ello el delicioso tiempo que había sucedido a los tristes días del otoño. El frío nocturno cubría de hielo las ramas de los árboles, las embellecía con el milagro de un nuevo follaje, en cuya blancura la luz áurea del sol ponía rutilantes destellos que no sólo deslumbraban los ojos, sino también el alma.

«Él» había dejado de presentarse. Norden, con sus risas y sus chascarrillos, estaba en Petersburgo, y en la casa reinaba el silencio, un silencio tan profundo como si hubieran cesado todos los ruidos de la tierra. Durante aquellas horas felices, llenas de paz, mi alma se mecía en el olvido de los horrores de la noche. La tierra, de día, era tan distinta…

Por la mañana me calzaba los patines y me dirigía al lugar donde se alzaba la pirámide; y mis ojos se recreaban en la contemplación del nombre —Elena— que había escrito en la nieve.

Al volver a la casa, miraba obstinadamente hacia la ventana de la habitación donde vivía y sufría la señora Norden, con la esperanza de ver otra vez, aunque sólo fuera un instante, su joven y pálido rostro. Pero nadie aparecía detrás de los cristales. Hubiérase dicho que en aquella habitación no había nadie; que la señora Norden, aquella extraña mujer de la que nadie hablaba, era ya tan del otro mundo como Elena.

Aunque nadie hablaba de ella, los niños subían todos los días a su cuarto, y algunas veces, muy de tarde en tarde, se oía una campanilla, una campanilla cuyo sonido era distinto al de todas las demás: la señora Norden llamaba. Me parecía inverosímil que la puerta de su habitación se abriera como cualquier otra puerta, que aquella mujer enigmática le diera órdenes a la doncella. La doncella no contaba nunca nada de «la señora».

A mediados de diciembre regresó Norden. El tiempo volvió a empeorar y cayó una copiosa nevada, la cual cubrió con un espeso y frío sudario el nombre de Elena. Con el mal tiempo volvió «él», y nuestras relaciones entraron en una nueva fase.

El domingo 18 de diciembre, después de almorzar, Volodia y yo nos acercamos a la ventana. La nieve caía en grandes copos sobre el melancólico jardín. Súbitamente, apareció «él». Era la primera vez que se me presentaba en pleno día y encontrándome acompañado. Estaba a dos pasos de distancia de la ventana, y los blancos copos se posaban en su sombrero y en sus hombros como en los de cualquier mortal. Pero, más que en él, mi atención estaba concentrada en Volodia. Los ojos del niño —no cabía duda— veían al desconocido, lo miraban. Y cuando, transcurridos unos instantes, el desconocido dio media vuelta y empezó a alejarse, Volodia dio un paso hacia adelante, como si se dispusiera a seguirle.

—Lo ves, ¿eh? Lo ves —dije, en tono áspero.

Tranquilamente, mintiendo como un adulto, Volodia respondió:

—No sé de qué me habla. No veo más que la nieve. ¿Acaso ve usted otra cosa?

—¡Sí!

—¿Qué es lo que ve?

Convencido de que continuaría mintiéndome renuncié a la esperanza de enterarme de algo por mediación suya.

Al día siguiente sucedió lo mismo, excepto por el detalle de que la persona que estaba a mi lado en el hueco de la ventana no era Volodia, sino Norden no menos mentiroso que su hijo. Después de permanecer unos instantes inmóvil ante nosotros, el desconocido se retiró. Y Norden, que le había visto desde el primer momento, le siguió con la mirada.

—Muy divertido, ¿verdad? —le pregunté, en tono sarcástico.

—Celebro mucho verle a usted, por fin, de buen humor —respondió Norden, con un asombro muy bien fingido—, pero no sé de qué me habla.

—¿No lo ha visto usted?

—No.

—¡No es cierto! ¡La forma de su respuesta lo ha traicionado!

Norden se quedó mirándome, serio, grave. Abrumado por la impotencia y la desesperación, grité:

—¡No estoy dispuesto a continuar guardando silencio!

Al oír aquella estúpida frase, Norden puso una cara muy amable, abominablemente amable; me abrazó, casi me besó, y me formuló mil preguntas acerca del motivo de mi descontento.

—¿Le ha ofendido a usted alguien? ¿Algún criado, quizás? En mi casa, no permitiré… ¡Dígame el nombre del culpable! El que se haya atrevido… ¿No? ¿No le ha ofendido nadie? Entonces, ¿qué le pasa? ¿Qué es lo que le exaspera? ¿Qué es lo que le irrita? Lo adivino: se aburre usted. ¡Sí, sí, no me lo niegue! Yo también he sido joven… ¡Oh, la juventud!

Y el desconcertante individuo se extendió en consideraciones filosóficas, de una filosofía jovial, humorística, sobre la juventud, no sé si burlándose de mí o tratando de ahogar en donaires su propia angustia. «¡Alégrese! ¡Ríase!», me decía, de cuando en cuando, en un tono entre suplicante y amenazador.

—¡Sí, hay que divertirse, hay que divertirse! —continuó, tras una breve pausa—. ¿Qué podríamos inventar? Podríamos organizar una fiesta… ¿No se le ocurre nada? En estas fechas, nada tan a propósito como un árbol de Navidad… ¡Sí, sí, eso! ¡Un árbol de Navidad monstruo! Mañana mismo haré cortar el mayor de los pinos de estos alrededores y lo haré instalar en el salón. Hay que enviar inmediatamente a alguien a Petersburgo para que traiga todo lo necesario. Voy a hacer una lista…

Así terminó nuestra conversación. A partir del día siguiente la casa se vio invadida por una ruidosa actividad, mientras en mi alma se amontonaban negras tinieblas. Instalaron en el salón un pino enorme, iluminando su copa con velas de colores. Al acre olor de la resina se mezclaba el fúnebre olor de la cera. Subidos a una escalera sostenida por el propio Norden, Miss Moll, los niños y yo colgábamos en las ramas los regalos, con hilos de plata. Luego bailamos y cantamos a son de alegres melodías, interpretadas por la invisible pianista del piso alto.

Y he aquí lo que pasó la noche del día en que tuvo lugar mi conversación con Norden. Aquella conversación, o, mejor dicho, mi propia tontería, me indignó tanto, que decidí salir en seguida de mi pasividad y obrar de un modo enérgico y decisivo. Después de cenar, anoté en mi diario las impresiones del día, me acosté vestido y esperé, lleno de impaciencia, la aparición del desconocido. Mi tensión nerviosa era tan intensa, que las horas me parecían siglos y tenía que hacer un gran esfuerzo para reprimir el deseo de llamar a mi perseguidor. Era ya cerca de la una cuando intuí su silenciosa y sombría presencia.

Salté de la cama; me acerqué rápidamente a la ventana y descorrí el visillo; en efecto, estaba allí. Mis ojos se clavaron, airados, en su sombría figura de anchos hombros; le amenacé con la mano y me dirigí hacia la puerta. Él dio también media vuelta.

Cuando llegué a la puerta del jardín, encendí una cerilla y a su claridad descorrí el cerrojo. El hierro estaba tan frío que me quemó la mano. Abrí la puerta. El desconocido se encontraba en lo alto de la escalinata, inmóvil, mudo. Era un poco más alto que yo.

No sé cuánto tiempo permanecimos frente a frente, separados por un par de pasos de distancia. Cuando el terror acabó de adueñarse de mi corazón, retrocedí lentamente, crucé el umbral y, sin apresurarme demasiado —ignoro por qué motivo consideraba muy del caso una extremada cortesía—, cerré la puerta. Al echar el cerrojo me pareció que «él» tiraba del pomo con mano suave, pero no me atrevo a asegurarlo.

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