EL MISTERIO Octava parte y última


EL MISTERIO

LEÓNIDAS NICOLAIEVICH ANDRÉIEV*






VIII


No la alumbraban cirios ni oraba nadie junto a ella. La rodeaban el silencio y la soledad. Al verla tan abandonada, hubiérase dicho que nadie sabía que había muerto.

Era joven y bella. Es decir, no sé si era realmente bella; pero era la mujer a la cual yo había amado y buscado toda mi vida, sin saberlo. Había conocido, vivos, sus finos dedos yertos cruzados sobre el pecho, y había sentido el encanto de la dulce mirada de aquellos ojos, ya sin luz, cerrados para siempre. ¡Pobres dedos de nácar, obligados a arrancarle al piano alegres notas, a cuyo son bailaba Norden! ¡Perdónale! ¿Qué sabía él? ¡Perdóname también a mí el haber escrito en la nieve el nombre de Elena! ¡No sabía el tuyo!No sé hasta qué punto será cierto lo que en aquel momento era para mí de una evidencia absoluta. Sólo sé que el amor que sentía, súbitamente revelado, era tan profundo como la tristeza que inundaba mi corazón a medida que me daba cuenta, ante la inmovilidad del cadáver, ante el sepulcral silencio que reinaba en la casa, de que «ella» estaba muerta.

Y cuando la palabra «muerta» brotó, en voz queda y doliente, de mis labios, me eché a llorar.

Deshecho en lágrimas, salí poco después de la casa de Norden —sin abrigo ni sombrero—, crucé el jardín y la playa, hundiéndome en la nieve hasta más arriba de los tobillos, y avancé mar adentro. Sobre el hielo, la capa de nieve era menos espesa y me permitía andar con más facilidad. No tardé en encontrarme a una gran distancia de la playa. Ya no lloraba. No pensaba en nada. Continuaba avanzando, avanzando, a través del inmenso desierto blanco y liso, que parecía irme absorbiendo. Empezaba a sentir frío y cansancio, y me detuve un instante. Miré a mi alrededor: como en un ensueño, la planicie infinita y blanca, sin otras huellas que las mías, me cercaba por todas partes…

Reemprendí la marcha y, sin dejar de andar, empecé a dormitar, como los caballos extenuados por una larga jornada, como los vagabundos que buscan en el ruido rítmico de sus pasos el opio que alivie sus penas.

A pesar de que cada vez me resultaba más difícil flexionar los brazos y las piernas, no me daba cuenta de que empezaba a helarme y continuaba avanzando, clavados los ojos en la nieve que se extendía a mis pies. Avanzaba, avanzaba, y la nieve era siempre la misma.

Ignoro si se hizo de noche o si las tinieblas surgieron de mi propio ser; pero lo blanco fue haciéndose gris, y lo gris fue haciéndose negro.

Cuando ya no veía nada, me dije:

«Estoy ciego».

Y continué andando, ciego.

Unos pescadores me encontraron tendido en la nieve y me salvaron.

En el hospital me amputaron tres dedos de los pies, que se me habían helado.

He estado un par de meses enfermo y sumido en la inconsciencia.

No sé nada de Norden. Su esposa efectivamente había muerto. No sé nada de él. El desconocido no ha vuelto a aparecer, y sé que no aparecerá más. Si ahora viniera, creo que su visita no me desagradaría.

Me muero.

Todos me preguntan de qué me muero y por qué no hablo. Sé que esas preguntas las dicta el afecto, pero me hacen sufrir. ¿Acaso todo el que se muere sabe de qué muere?

Vivo con M. I., el compañero al cual le escribí suplicándole que acudiera en mi socorro. Es muy bueno y quiere llevarme una temporada al campo. Yo no me opongo. Si lo hiciera, daría lugar a nuevas preguntas, y debo hablar lo menos posible. ¿Cómo explicarle que el mutismo es el estado natural del hombre? Él ama las palabras y cree en algunas de ellas.

Anoche estuvimos en las islas. Había mucha gente. Vimos zarpar un yate de velas muy blancas…

¡Ah! ¡Lo olvidaba! No amo a Elena ni a la señora Norden y nunca pienso en ellas.

Y no tengo nada más que añadir.


➤Fin

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