¡SILBA Y ACUDIRÉ, MUCHACHO!
Montague Rhodes James
MONTAGUE
RHODES JAMES (Goodnestone, 1862-Eton, 1936) escribió los relatos arquetípicos
de lo que en el prólogo se llamó «terror burgués». De hecho, podría haber
protagonizado algunos de sus propios cuentos: tras estudiar en Eton y King’s
College, Cambridge (instituciones ambas de las que llegaría a ser rector), se
dedicó a la paleografía y los estudios bíblicos y medievales, y llevó como
muchos de sus personajes una vida tranquila y académica. Ghost Stories of an Antiquary (1904), More Ghost Stories of an Antiquary (1911) y A Warning to the Curious, and Other Ghost Stories (1925) fueron los
libros que lo hicieron famosísimo en la Inglaterra del primer cuarto de siglo. «Silba
y acudiré» constituye un dilema para cualquier antologista, ya que es el mejor
cuento de James —y posiblemente, en tanto artefacto, el mejor de este libro—
pero a la vez es archiconocido. Se ha optado por incluirlo porque representa
como ningún otro el carácter convencional y frágil de lo que una clase y un país
considera «natural». En el relato, el horrible pasado que vuelve es también una
advertencia sobre el futuro, sobre el fin de la sociedad edwardiana en las
trincheras de Francia.
SUPONGO que te marcharás pronto, ahora
que se han terminado las clases —decía una persona que no interviene en la
historia al profesor de Ortografía, poco después de sentarse juntos en una
comida que se celebraba en el hospitalario comedor del St. James College.
Era
el profesor un hombre joven, pulcro y preciso en sus palabras.
—Mis
amigos han hecho que me aficione al golf este curso —dijo—, y quiero ir a la
costa del este, concretamente a Burnstow (apostaría a que lo conoces), a pasar
una semana o diez días perfeccionando mi juego. Espero marcharme mañana.
—Hombre,
Parkins —dijo el que estaba sentado al otro lado—, si vas a Burnstow me gustaría
que echaras una mirada a lo que fue el convento de templarios y me dijeras si
merece la pena hacer excavaciones allí este verano.
Como
pueden ustedes suponer, el que acababa de hablar era una persona interesada en
la arqueología, pero, puesto que sólo aparece en este preámbulo, no hace falta
que enumere sus títulos.
—Desde
luego —dijo el profesor Parkins—: Descríbeme los alrededores del lugar, haré
todo lo posible por darte una idea del estado del terreno cuando vuelva, o te
escribo, si me dices dónde vas a pasar estos días.
—Gracias,
no te molestes. Es que pienso llevar a mi familia hacia esa parte del Long y se
me ha ocurrido que, como se han sacado muy pocos planos de los conventos de
templarios ingleses, podría aprovechar la ocasión y ocuparme en algo útil los días
que no tenga nada que hacer.
El
profesor dio un respingo al oír que sacar el plano de un convento podía
considerarse algo útil. Su vecino prosiguió:
—El
emplazamiento (dudo que las ruinas sobresalgan del suelo) debe de estar
actualmente muy cerca de la costa. Como sabes, el mar ha penetrado enormemente
a lo largo de toda esa parte del litoral. A juzgar por el mapa, diría que está
a unos tres cuartos de milla del Hotel el Globo, al norte del pueblo. ¿Dónde te
vas a hospedar?
—Pues
en el Hotel del Globo precisamente —dijo Parkins—; tengo ya reservada una
habitación allí. Me ha sido imposible conseguir habitación en otro sitio. La
mayoría de los hoteles están cerrados en invierno, al parecer, y aun así, me
dijeron que la única habitación que tenían disponible es doble, y que no tienen
ningún rincón donde guardar la otra cama y demás. De todos modos, necesito una
habitación grande porque quiero llevarme algunos libros y trabajar algo; aunque
no me hace mucha gracia tener una cama (por no decir las dos) desocupada en lo
que va a ser mi despacho, tendré que aguantarme y conformarme por el poco
tiempo que voy a estar allí.
—¿Dices
que te molesta tener una cama de más en tu habitación, Parkins? —dijo un
individuo campechano que estaba sentado enfrente—. Oye, si quieres, puedo irme
contigo y ocuparla por unos días, así te hago compañía.
El
profesor se estremeció, pero se sobrepuso, y sonrió con afabilidad.
—Naturalmente,
Rogers, me gustaría muchísimo. Pero creo que te resultaría aburridísimo. A ti
no te gusta el golf, ¿verdad?
—¡No,
a Dios gracias! —dijo el impertinente señor Rogers.
—Bueno,
pues te advierto que cuando no esté trabajando, lo más seguro es que esté en el
campo de golf, por eso digo que te iba a resultar aburrido.
—¡No
sé! Conozco a varias personas en ese pueblo, pero, naturalmente, si no quieres
que vaya, dímelo, Parkins, no me voy a ofender por eso. La verdad, como siempre
nos dices, no ofende.
Efectivamente,
Parkins era escrupulosamente cortés y sincero a ultranza. No es de extrañar que
a veces el señor Rogers, conociéndole como le conocía, se aprovechara de estas
dos virtudes. En el pecho de Parkins se entabló una lucha que, durante un
momento o dos, le impidió contestar. Transcurrido este intervalo, dijo:
—Bueno,
si quieres que te diga la verdad, Rogers, estaba pensando si la habitación será
lo bastante amplia para estar cómodamente los dos, y también (pero te advierto
que no te habría dicho esto de no haberme presionado tú) si tu presencia no
representará un obstáculo para mi trabajo.
Rogers
soltó una sonora carcajada.
—¡Muy
bien, Parkins! —dijo—. Eso está bien. Prometo no interferir en tu trabajo, no
te preocupes por eso. Si no quieres que vaya, no voy, pero creo que sería
conveniente que fuera para mantener alejados a los fantasmas —aquí habría
podido verse el guiño y el codazo que le dio a su vecino de mesa, a la vez que
Parkins se ponía colorado—. Perdóname, Parkins —prosiguió Rogers—, no he debido
decir eso. No me acordaba de que te disgusta hablar de estas cuestiones a la
ligera.
—Bueno
—dijo Parkins—, puesto que has sacado esa cuestión a relucir, te diré con
franqueza que no me gusta hablar de
lo que tú llamas fantasmas. Considero que un hombre de mi posición —prosiguió,
elevando un poco la voz— no puede dar la impresión de que cree en todo eso. De
sobra sabes, Rogers, o deberías saber, porque nunca he ocultado mi manera de
pensar…
—No,
desde luego —comentó Rogers sotto voce.
—…
que la más leve sospecha, la más ligera sombra de concesión a la creencia de
que tales cosas pueden existir equivaldría a renunciar a todo lo que considero
más sagrado. Pero me parece que no he logrado atraer tu atención.
—Tu
indivisa atención, como dijo el
doctor Blimber[9] —interrumpió Rogers, que parecía hacer verdaderos
esfuerzos por expresarse con corrección—. Pero te ruego que me perdones,
Parkins; te he interrumpido.
—No,
de ningún modo —dijo Parkins—. No sé quién es ese Blimber, puede que no sea de
mi época. Pero no tengo nada más que añadir. Estoy seguro de que comprendes lo
que quiero decir.
—Sí,
sí —se apresuró a decir Rogers—, desde luego. Seguiremos hablando de esto en
Burnstow o donde sea.
Si
reproduzco el diálogo que antecede es con la intención de mostrar la impresión
que me dio a mí de que Parkins tenía el carácter de una vieja: era quisquilloso
en sus cosas y carecía por completo del sentido del humor; pero era valiente y
sincero en sus convicciones, y digno del mayor respeto. Tanto si el lector ha
sacado esta misma conclusión como si no, el carácter de Parkins era éste.
Al
día siguiente, Parkins, como era su deseo, había dejado muy lejos el College y
llegaba a Burnstow. Le dieron la bienvenida en el Hotel el Globo, se instaló en
la habitación doble, de la que ya hemos hablado, y aún tuvo tiempo, antes de
irse a dormir, de arreglar su material de trabajo en perfecto orden sobre la
amplia mesa que había en la parte de la habitación que formaba mirador,
flanqueada en sus tres lados por tres ventanas que daban al mar; es decir, la
ventana del centro estaba orientada directamente al mar, y las de la derecha e
izquierda dominaban la costa en dirección Norte y Sur respectivamente. Hacia el
Sur se veía el pueblo de Burnstow. Hacia el Norte no se veían casas, sino la
playa únicamente, y los bajos acantilados que la cercaban. Justo enfrente había
un espacio, no muy grande, cubierto de hierba, donde había anclas viejas,
cabrestantes y demás; más allá estaba el ancho camino, y después, la orilla del
mar. Fuera cual fuese la distancia que hubo al principio del Hotel el Globo al
mar, actualmente no había más de sesenta yardas.
Los
demás huéspedes del hotel, como es natural, eran también aficionados al golf, y
entre ellos había algunos elementos dignos de especial atención. El personaje más
llamativo era, quizá, un ancien militaire,
secretario de un club londinense, el cual poseía una voz increíblemente
poderosa y unas opiniones marcadamente protestantes. Y encontró el momento de
manifestar lo uno y lo otro con ocasión de unos oficios que celebró el vicario,
persona respetable, aunque con cierta tendencia a hacer pintorescas las
ceremonias religiosas, cosa contra la que luchaba el militar denodadamente por
considerar que se alejaba de la dignidad de la tradición anglicana.
El
profesor Parkins, una de cuyas cualidades era el valor, pasó la mayor parte del
día siguiente a su llegada en lo que él llamaba mejorar su juego, en compañía
del coronel Wilson; por la tarde —y aunque no sé si es debido precisamente a
sus esfuerzos por mejorar— el humor del coronel se fue volviendo tan agrio que
incluso Parkins tembló ante la idea de regresar al hotel en su compañía. Tras
una furtiva mirada a aquel mostacho hirsuto y aquel semblante congestionado,
decidió que lo más prudente era dejar que el té y el tabaco hicieran su efecto
sobre el coronel, antes del inevitable encuentro en la cena.
«Esta
tarde regresaré dando un paseo por la playa —se dijo—; sí, así podré ver las
ruinas de las que me habló Sidney: todavía queda luz. No sé exactamente por dónde
caen, desde luego, pero difícil será que no tropiece con ellas».
Debo
decir que así sucedió, en el sentido más literal de la palabra, porque al tomar
el camino que va del campo de golf a la playa de grava, metió el pie entre unas
raíces de aulaga y una enorme piedra, y fue a dar en el suelo. Al levantarse y
mirar en torno suyo, vio que se hallaba en un terreno algo accidentado, con
pequeñas depresiones y montículos. Al detenerse a examinar esos montículos,
descubrió que eran simples bloques formados de piedra y mortero, totalmente
cubiertos de hierba. Visto lo cual, dedujo acertadamente que debía ser éste el
emplazamiento del convento que había prometido inspeccionar. La pala del
excavador veía compensados sus esfuerzos; sin duda quedaban bastantes
cimientos, no demasiado profundos, que arrojarían mucha luz a la hora de
confeccionar el plano general. Recordó vagamente que los templarios, a quienes
habían pertenecido este lugar, solían construir sus iglesias redondas, y le
pareció que la serie de montículos de su alrededor estaban distribuidos en
forma circular. Poca gente es capaz de resistir la tentación de excavar un poco
en plan de aficionado cuando visita una provincia alejada de la suya propia,
aunque sólo sea por la satisfacción de ver el éxito que habría tenido de
haberse dedicado a ello en serio. Nuestro profesor, sin embargo, si bien sintió
ese deseo, lo que de veras quería era cumplir con el señor Sidney. Así que contó,
con todo cuidado, los pasos que tenía el diámetro del recinto, y anotó las
dimensiones en su cuaderno de notas. Luego pasó a inspeccionar una prominencia
oblonga situada al Este respecto del centro del círculo, detalle que le hizo pensar
que podría tratarse de la base de una plataforma o altar. En uno de los
extremos, en el que daba al Norte, faltaba la hierba, que algún niño u otra
criatura ferae naturae debía de haber
arrancado. No estará de más, pensó, quitar un poco de tierra y ver si aparecen
restos de albañilería; así que sacó la navaja y empezó a rascar. Y entonces
hizo otro pequeño descubrimiento: al rascar, una porción de barro seco se hundió
hacia adentro, dejando al descubierto una pequeña cavidad. Encendió dos
cerillas, una tras otra, para ver el agujero, pero el viento se las apagó.
Golpeando y rascando con la navaja pudo averiguar, sin embargo, que se trataba
de un agujero artificial y estaba hecho de albañilería. Tenía forma
rectangular, y las paredes laterales, así como la superior y la inferior, si no
estaban revocadas de yeso, al menos eran lisas y regulares. Naturalmente,
estaba vacío… ¡No! Al sacar la navaja, sonó un ruido metálico en el fondo. Como
es natural, cogió el objeto y, al sacarlo a la luz del día, que se estaba
desvaneciendo rápidamente pudo comprobar que era algo artificial también: en
sus manos tenía un tubo de unas cuatro pulgadas de largo, y evidentemente
databa de muchísimos años.
Parkins
se cercioró de que no había nada más en este extraño receptáculo; pero se había
hecho demasiado tarde y demasiado oscuro para pensar en seguir investigando. El
hallazgo encontrado era tan inesperadamente interesante, que decidió sacrificar
a la arqueología un poco más de tiempo, al día siguiente, antes de que anocheciera.
Estaba seguro de que el objeto que se había guardado en el bolsillo tenía
cierto valor.
Lúgubre
y solemne era el paisaje cuando echó una última mirada, antes de regresar. Una
desmayada claridad amarillenta permitía ver aún el campo de golf, en el que se
divisaban algunas figuras que se encaminaban hacia el edificio del club, así
como la achaparrada torre circular, las luces del pueblo de Aldsey, la pálida
franja arenosa, intersectada de trecho en trecho por los muros de contención de
ennegrecida madera y escasa altura, y el mar oscuro y rumoroso. El crudo viento
soplaba del Norte, pero luego lo notó a su espalda, cuando iba de camino al
Hotel el Globo. Aligeró el paso al cruzar por la crujiente grava, y llegó a la
arena, desde donde el paseo, pese a los bajos muros de contención que tenía que
ir saltando de cuando en cuando, se hizo agradable y tranquilo. Al mirar hacia
atrás una última vez para calcular la distancia que había recorrido desde las
ruinas del convento de templarios, vio venir a alguien más en su misma dirección:
era una figura más bien confusa, la cual parecía hacer grandes esfuerzos por
alcanzarle, aunque avanzaba muy poco, si es que avanzaba en realidad.
Quiero
decir que parecía que corría, a juzgar por sus movimientos, pero la distancia
que la separaba de Parkins era siempre la misma. Al menos eso fue lo que le
pareció a él, y convencido como estaba de que no le conocía, consideró que no
tenía sentido esperar a que le alcanzara. Con todo, empezaba a pensar que no
habría sido mala idea ir acompañado por esta playa solitaria, de haber podido
uno elegir compañía. De niño había leído casos de encuentros por parajes como éste,
en los que ni aún ahora podía pensar serenamente. No obstante, no logró
apartarlos de su imaginación hasta que llegó a la posada; había uno, sobre
todo, que suele impresionar a la mayoría de las personas en determinada etapa
de su niñez: «Entonces soñé que Christian, al echar a andar, vio que un demonio
repugnante cruzaba el campo y se dirigía a su encuentro», «¿Qué haría yo ahora —pensó—
si al volverme atrás divisara una figura negra recortándose contra el cielo
amarillo, y descubriera que tenía alas y cuernos? Me pregunto si me quedaría
donde estoy o echaría a correr. Afortunadamente, el señor que viene allá detrás
no es nada de eso, y además parece que está igual de lejos que antes. A este
paso no cenará al mismo tiempo que yo. ¡Válgame Dios!, pero si sólo falta un
cuarto de hora. ¡Tendré que darme prisa!»
Efectivamente,
Parkins tuvo el tiempo justo para cambiarse. Cuando se reunió con el coronel en
el comedor, la paz —o cuanto de ella logró recobrar este buen señor— reinaba de
nuevo en el pecho del militar. Permaneció en su ánimo también durante la
partida de bridge que se organizó
después de la cena, ya que Parkins era un jugador más que regular. Así que, al
retirarse, allá hacia las doce, iba con la sensación de haber pasado una velada
muy amena y que, aun cuando se quedara un par de semanas o tres, la vida en El
Globo resultaría relativamente agradable, si transcurría siempre así. «Sobre
todo —pensó—, si sigo mejorando mi juego.»
En
el pasillo se encontró con el criado del hotel, quien se detuvo para decirle:
—Perdone
el señor, al cepillar su chaqueta, hace un momento, se le ha caído algo del
bolsillo. Lo he puesto encima de la cómoda de su habitación; es un trozo de
tubo o algo parecido. Muchas gracias, señor. Encima de la cómoda lo tiene, sí,
señor. Buenas noches, señor.
El
discurso le recordó a Parkins el pequeño descubrimiento que había hecho esa
tarde. Lo cogió con gran curiosidad y se acercó a examinarlo junto a la luz de
las velas. Era de bronce, según veía ahora, y tenía la misma forma de los
modernos silbatos para perros; de hecho, no era, efectivamente, ni más ni menos
que un silbato. Se lo llevó a la boca, pero estaba completamente obstruido por
un pegote de arena fina o de tierra; no consiguió soltarla con unos golpes y
tuvo que quitarla con la navaja. Como era muy pulcro, recogió la tierra con un
trozo de papel y la tiró por la ventana. Al asomarse, vio que hacía una noche
clara y estrellada, y se entretuvo un instante contemplando el mar. Reparó en
un paseante retrasado que se había detenido junto a la orilla, enfrente mismo
del hotel. Cerró la ventana, extrañado de lo tarde que se retiraba la gente de
Burnstow, y cogió el silbato y volvió a examinarlo a la luz. Vaya, pero si tenía
signos grabados, ¡y no sólo signos, sino letras también! Lo frotó ligeramente y
apareció, perfectamente legible, lo que tenía escrito; aunque el profesor tuvo
que confesarse a sí mismo, tras un serio esfuerzo por descifrarlo, que su
significado le resultaba tan oscuro como las palabras que se le aparecieron al
rey Baltasar en el muro. Había una inscripción en la parte de arriba del
silbato, y otra en la de abajo. La primera era así:
[Furbis,
Flabis, Flebis (Robarás, soplarás, sufrirás)]
y
la otra:
«Debería saber lo que significa —pensó—, pero tengo el latín demasiado oxidado. Pensándolo bien, me parece que ni siquiera sé cómo se dice silbato. La frase larga parece bastante fácil. Significa: “¿Quién es éste que viene?”. Bueno, la mejor manera de averiguarlo es silbarle.»
Silbó
a manera de prueba y se detuvo de repente, sobresaltado y complacido a la vez,
por la nota que había sacado. Daba la sensación de una lejanía infinita y, a
pesar de su suavidad, comprendió que debía de haberse oído en varias millas de
distancia. Fue un sonido, además, que parecía poseer (como poseen también
muchos olores) el don de suscitar imágenes en el cerebro. Por un momento vio
con absoluta claridad la escena de un paraje inmenso en la oscuridad de la
noche, barrido por un viento frío, en cuyo centro aparecía una figura
solitaria; no pudo distinguir lo que hacía. Tal vez habría conseguido ver algo
más, de no haberle disipado la visión una repentina ráfaga de viento que azotó
los cristales de las ventanas; el hecho fue tan inesperado que le hizo levantar
la vista, a tiempo de ver la blancura fugaz de un ala de gaviota batir junto a
los cristales.
El
sonido del silbato le había dejado fascinado de tal modo que probó otra vez,
pero con más firmeza. La nota sonó ligeramente más fuerte, si es que lo fue en
realidad, que la vez anterior, pero además le defraudó: no le suscitó visión
alguna, como casi había esperado. «Pero ¿qué es esto? ¡Dios mío!, ¡con qué
fuerza se ha levantado el viento en pocos minutos! ¡Qué ráfaga más tremenda! ¡Ah!,
me lo temía…, me ha apagado las velas. Me va a revolver toda la habitación.»
Lo
primero era cerrar la ventana. Un segundo después se encontraba Parkins
luchando por cerrarla, y tan tremenda era la fuerza del viento, que parecía
como si luchara con un individuo corpulento que pretendiera entrar. De pronto
disminuyó, y la ventana dio un golpe, y se cerró el pestillo por sí solo.
Ahora, lo principal era encender nuevamente las velas y comprobar si había
causado algún desaguisado. No, no se veía ningún estropicio, ni había roto ningún
cristal de la ventana. Pero el ruido había despertado por lo menos a otro
miembro de la casa: se oía andar al coronel de un lado para otro en calcetines,
en la habitación de arriba, soltando gruñidos.
Aunque
este viento se había levantado súbitamente, no amainó de repente: siguió
soplando, gimiendo, arremetiendo contra el edificio; de cuando en cuando dejaba
oír lamentos tan lastimeros, como decía Parkins con su usual objetividad, que
muy bien pudo llenar de temores a las personas demasiado imaginativas, y aun
las que carecían por completo de imaginación, pensó un cuarto de hora después,
se habrían sentido más a gusto sin él.
Parkins
no sabía seguro si era el viento o la excitación del golf, o sus
investigaciones en el convento de templarios lo que le tenía despierto. De
todos modos, estuvo con los ojos abiertos lo bastante como para creer (como me
ha sucedido a mí muchas veces en situaciones parecidas) que sufría toda clase
de trastornos fatales: se dedicó a contar los latidos de su corazón, convencido
de que se le iba a parar de un momento a otro, y a concebir las más graves
sospechas en torno a sus pulmones, a su cerebro, a su hígado, etc…, sospechas
que se disiparían, estaba seguro, con la llegada del nuevo día. Encontraba
cierto consuelo en saber que había alguien más en la misma situación. Alguien
que ocupaba una habitación vecina, sin duda (no era fácil decir de qué lado en
medio de la oscuridad), porque se movía y hacía crujir la cama también.
Luego
Parkins cerró los ojos y trató de dormir. Entonces su sobreexcitación adoptó
una nueva forma: comenzaron a representársele escenas en la imaginación. Experto crede, las escenas acuden a uno
cuando mantiene los ojos cerrados intentando dormir, y a veces son tan
desagradables que se ve obligado a abrir los ojos para disiparlas.
Sin
embargo, la experiencia de Parkins a este respecto fue tremendamente desalentadora.
La escena representada se repetía con insistencia. Al abrir los ojos, como es
natural, desaparecía, pero cuando los cerraba volvía nuevamente a desarrollarse
igual que antes, ni más deprisa ni más despacio. Y era la siguiente:
Una
gran extensión de playa, una franja arenosa bordeada de grava y cruzada por una
serie de negros muros de contención dispuestos perpendicularmente con respecto
al agua…
La
escena era muy parecida, de hecho, a la del paseo de esa misma tarde, pero como
no encontraba en ella detalle particular, no le era posible identificarla.
Reinaba una luz tenebrosa, y daba la impresión a la vez de tormenta, de noche
de finales de invierno, y de fría llovizna. Al principio no se veía a nadie en
este paisaje desolado. Luego, a lo lejos, apareció algo; un momento después ese
algo se concretó en la figura de un hombre corriendo, saltando, brincando por
encima de los muros de contención y volviéndose de cuando en cuando hacia atrás
para mirar con inquietud. Cuando más se acercaba, más parecía que estaba, no ya
inquieto, sino terriblemente asustado, aun cuando no se le distinguía la cara.
Estaba, además, casi a punto de caer sin fuerzas. Seguía corriendo; cada obstáculo
que se le cruzaba parecía salvarlo con más dificultad que el anterior. «¿Podrá
saltar el siguiente?», pensó Parkins. «Parece más alto que los otros». Sí,
medio trepando, medio arrojándose después desde arriba, subió y cayó como un
fardo al otro lado (más cercano del espectador). Allí, junto al muro de
contención, como si le fuese imposible levantarse otra vez, se quedó, a cuatro
patas, mirando con un gesto de angustiosa ansiedad.
Hasta
aquí no se veía causa alguna que provocara el miedo del que corría, pero luego
empezó a divisarse a lo lejos, en la playa, el corretear de un bultito
fosforescente que se movía con gran agilidad y de manera irregular. A medida
que se hacía más grande, se iba perfilando como una figura borrosa, vestida de
flotantes ropajes. Tenía algo su manera de moverse que le quitaba a Parkins
todo deseo de verla de cerca. Se detenía, alzaba los brazos, se inclinaba sobre
la arena, corría después por la playa completamente encorvada, hasta llegar al
borde del agua; luego, se enderezaba y reemprendía su persecución a pasmosa
velocidad. Por fin, llegó el momento en que el perseguidor empezó a merodear de
derecha a izquierda unas cuantas yardas más allá del muro de contención donde
yacía oculto el hombre. Tras dos o tres vueltas infructuosas, se detuvo, se
enderezó con los brazos en alto, y luego se arrojó hacia la parte delantera del
muro de contención.
Al
llegar a este punto, Parkins fracasaba siempre en su decisión de mantener los
ojos cerrados. Lleno de dudas sobre si sería su cerebro fatigado por el exceso
de trabajo, o el humo excesivo y cosas así, lo que le impedía llegar a
contemplar la visión, el caso es que al final se resignó a encender la
palmatoria, abrir el libro y pasar la noche despierto, cosa que prefería mil
veces a verse atormentado por aquel persistente paisaje que, según le parecía a
él, sólo podía deberse a una morbosa reflexión del paseo y los pensamientos de
ese mismo día.
Al
rascar la cerilla y encenderla de pronto, debió asustar a las criaturas de la
noche —ratas o lo que fuera—, porque las oyó echar a correr ruidosamente del
lado de su cama. «¡Vaya por Dios! ¡Se me ha apagado la cerilla! ¡Qué
contrariedad!» Pero la segunda no se apagó, así que encendió la vela y abrió el
libro y se concentró en él hasta que, al cabo de muy poco tiempo, cayó vencido
por un sueño sano y reparador. Y así fue como, por primera vez en su ordenada y
prudente vida, olvidó apagar la vela, y cuando le llamaron a las ocho de la mañana,
aún vacilaba una llamita en el hueco de la palmatoria, y sobre la mesita de
noche se habían formado lamentables grumos de cera derramada.
Después
de desayunar, se encontraba en su habitación terminando de preparar sus cosas
de golf —la fortuna le había asignado nuevamente al coronel de compañero—,
cuando la camarera llamó otra vez.
—Por
favor —dijo—, ¿sería tan amable de decirme si necesita más mantas en su cama,
señor?
—¡Ah,
muchas gracias! —dijo Parkins—. Sí, tráigame una. Parece que el tiempo ha
enfriado bastante.
Un
momento después, la camarera estaba de vuelta con la manta.
—¿En
qué cama la pongo, señor? —preguntó.
—¿Cómo?
Pues en ésta…, en la que dormí anoche —dijo él señalándola.
—¡Ah,
sí! Perdone el señor, pero es que nos pareció que se había acostado en las dos;
al menos, hemos tenido que hacer las dos esta mañana.
—¿De
veras? ¡Pero eso es absurdo! —exclamó Parkins—. Si ni siquiera he tocado esa
otra, si no fue para dejar algunas cosas encima. ¿Dice usted que parecía como
si alguien hubiese dormido en ella?
—¡Sí,
señor! —dijo la criada—. Mire, estaba toda deshecha, con las sábanas revueltas
como si alguien hubiera pasado una mala noche, y usted perdone.
—¡Válgame
Dios! —dijo Parkins—. Bueno. A lo mejor la he desordenado más de lo que creía
al deshacer las maletas. Siento mucho haberlas obligado a trabajar doble, se lo
aseguro. A propósito, dentro de poco llegará un amigo mío, un señor de
Cambridge, que la ocupará por una noche o dos. Supongo que no habrá ningún
inconveniente, ¿verdad?
—Claro
que no, señor. Muchas gracias. No pase cuidado, que no lo habrá —dijo la
camarera, y se fue corriendo a contárselo a sus compañeras para reírse un rato.
Parkins
salió con la firme determinación de mejorar su juego.
Me
alegro de poder decir que lo logró hasta tal punto que el coronel, que al
principio parecía sentirse algo descontento ante la perspectiva de jugar por
segundo día consecutivo en su compañía, se fue volviendo muy comunicativo a
medida que avanzaba la mañana, y su voz resonaba por el campo, como hubiera
dicho también uno de nuestros poetas de segunda fila, «como la campana mayor de
la torre de un monasterio».
—Qué
ventarrón tuvimos anoche —dijo—. En mi tierra dirían que alguien estuvo
silbando para llamarlo.
—¿De
verdad? —exclamó Parkins—. ¿Existen aún supersticiones de ese tipo en su
tierra?
—Nada
de supersticiones —dijo el coronel—. Esa creencia la tienen en Dinamarca y en
Noruega, y también en la costa de Yorkshire, y yo considero que, por lo
general, hay siempre un fondo de verdad en lo que son y han sido durante
generaciones las creencias de un pueblo. Le toca a usted —algo así fue lo que añadió.
El
lector aficionado al golf puede imaginar las digresiones que considere más
apropiadas, e intercalarlas en los momentos más adecuados.
Cuando
reanudaron la conversación, Parkins dijo con cierta vacilación:
—A
propósito de lo que me decía usted hace un momento, coronel, debo manifestarle
que mis convicciones a ese respecto son bastante firmes. De hecho, soy un escéptico
convencido en lo que se refiere a eso que llaman lo «sobrenatural».
—¡Cómo!
—exclamó el coronel—, ¿pretende decir que no cree en los presagios o en las
apariciones o en cosas de esta naturaleza?
—En
nada de todo eso —replicó Parkins con firmeza.
—Bueno
—dijo el coronel—, pero entonces me parece a mí que, en ese sentido, es usted
algo así como un saduceo.
Parkins
estuvo a punto de contestarle que, en su opinión, los saduceos fueron las
personas más razonables del Antiguo Testamento, pero como no sabía si se les
citaba mucho o nada en dicha obra, prefirió reírse ante esta acusación.
—Puede
que lo sea —dijo—, pero… ¡A ver, muchacho, dame mi palo!… Perdone un momento,
coronel —hubo una corta pausa—. Mire, sobre eso de llamar al viento silbando,
permítame que le diga mi teoría. Las leyes que rigen los vientos no son
perfectamente conocidas en realidad…, y menos por los pescadores y demás. Vamos
a suponer que, en determinada circunstancias, se ve repetidamente a un hombre o
a una mujer de costumbres extravagantes, o a un extranjero, junto a la orilla,
a una hora desusada, y se le oye silbar. Poco después, se levanta un fortísimo
viento; cualquier entendido que sepa observar el cielo o que tenga un barómetro,
habría podido predecirlo. Pero las gentes sencillas de un pueblecito pesquero
no poseen barómetros y sólo saben cuatro cosas del tiempo. ¿Qué más natural que
considerar al personaje extravagante que yo he supuesto como causante del
viento, o que él o ella se aferre ávidamente a la fama de poder hacer tal cosa?
Bueno, y ahora tomemos el caso del viento de anoche: resulta que yo mismo
estuve silbando. Toqué un silbato por dos veces, y el viento pareció levantarse
exactamente como si respondiera a mi llamada. Si alguien me hubiese visto…
Su
interlocutor comenzaba a impacientarse con este discurso, pues me temo que
Parkins había adoptado un tono de conferenciante; pero al oír la frase final,
el coronel se detuvo.
—¿Silbando
dice que estuvo? —exclamó—. ¿Y qué clase de silbato gasta usted? Tire primero.
Hubo
una pausa.
—Me
estaba preguntando usted por el silbato, coronel. Es muy curioso. Lo llevo aquí…,
no, ahora recuerdo que lo he dejado en mi habitación. La verdad es que me lo
encontré ayer.
Y
entonces Parkins le contó cómo llegó a descubrir el silbato, y al oírlo el
coronel, soltó un gruñido y dijo que él, en su lugar, tendría mucho cuidado en
utilizar un objeto que había pertenecido a una cuadrilla de papistas, de
quienes no se podía saber con seguridad de qué fueron capaces. De este tema,
pasó a las exageraciones del vicario, el cual había notificado el domingo
anterior que el viernes sería la festividad de Santo Tomás Apóstol, y que habría
un servicio a las once en la iglesia. Éste y otros detalles por el estilo
constituían, a juicio del coronel, un serio fundamento para pensar que el
vicario era un papista disfrazado, si es que no era jesuita, y Parkins, que no
era capaz de seguir al coronel en este tema, no se mostró en desacuerdo con él.
De hecho, pasaron la mañana tan a gusto juntos que ninguno de los dos habló de
separarse después de comer.
Por
la tarde siguieron jugando bien, o al menos lo bastante bien como para
olvidarse de todo, hasta que empezó a oscurecer. Hasta ese momento no se acordó
Parkins de su propósito de inspeccionar un poco más el convento; pero tampoco
tenía mucha importancia, pensó. Lo mismo daba un día que otro, así que regresaría
en compañía del coronel.
Al
dar la vuelta a la esquina de la casa, el coronel estuvo a punto de ser
derribado por un muchacho que venía a toda velocidad; chocó, pero luego, en vez
de reanudar su carrera, se quedó agarrado a él sin aliento. Las primeras
palabras que acudieron a la boca del militar fueron de mal humor y reconvención,
pero inmediatamente se dio cuenta de que el muchacho casi no podía hablar de lo
asustado que estaba. Al principio le fue imposible contestar a las preguntas
que le hicieron. Cuando recobró el aliento empezó a llorar, agarrado todavía a
las piernas del coronel. Finalmente lograron soltarle, pero siguió
lloriqueando.
—¿Qué
diablos te ocurre? ¿Qué te ha pasado? ¿Qué has visto? —dijeron los dos hombres.
—¡Ay,
lo he visto hacerme señas desde la ventana —gimió el chiquillo—, y me ha
asustado!
—¿Qué
ventana? —preguntó el furioso coronel—. Vamos, serénate, muchacho.
—La
ventana del hotel —dijo el niño.
Parkins
se mostró entonces partidario de mandar al niño a su casa, pero el coronel se
negó; quería saber exactamente qué había pasado, dijo; era extremadamente
peligroso darle un susto de esa naturaleza a un chiquillo, y si lograba
averiguar quién era el que andaba gastando esas bromas, le iba a dar su
merecido. Y tras una serie de preguntas consiguió poner en claro lo siguiente:
el niño había estado jugando en el césped a la entrada de El Globo con otros niños;
luego, éstos se habían marchado a sus casas a merendar, e iba él a marcharse
también, cuando se le ocurrió mirar hacia la ventana que tenía delante y vio
entonces cómo le hacía señas. Aquello parecía una especie de figura vestida de
blanco…, pero no pudo verle la cara, le hacía señas, y tenía un aspecto muy
raro…, no parecía una persona normal. ¿Había luz en la habitación? No, no se le
ocurrió fijarse en eso, aunque creía que no. ¿Qué ventana era? ¿Era en el ático
o en el segundo? Era en el segundo…, la del mirador, esa que tenía dos ventanas
más pequeñas a los lados.
—Muy
bien, muchacho —dijo el coronel, tras unas cuantas preguntas más—. Ahora vete
corriendo a tu casa. Seguramente es alguien que ha querido darte un susto. Otra
vez, como inglés valiente que eres, le das una pedrada…, bueno no, una pedrada
no, vas y se lo dices al camarero, o al señor Simpson, y eso sí, le dices que
te lo he dicho yo.
El
semblante del niño reflejó las dudas que abrigaba acerca de la atención que se
dignaría a prestarle el señor Simpson a sus quejas, pero el coronel no pareció
darse cuenta, y prosiguió:
—Aquí
tienes una moneda de seis peniques, digo no, un chelín, y ahora vete a tu casa
y no pienses más en eso.
El
niño echó a correr, tras haberle dado las gracias lleno de zozobra, y el
coronel y Parkins dieron media vuelta y se dirigieron a la parte delantera del
hotel con el fin de hacer un reconocimiento de la fachada. Sólo había una
ventana que respondía a la descripción que les acababan de dar.
—Bueno,
esto es muy extraño —dijo Parkins—; evidentemente, es a mi ventana a la que se
refería. ¿Quiere subir un momento conmigo, coronel Wilson? Vamos a ver quién se
ha tomado la libertad de entrar en mi habitación.
No
tardaron en llegar al pasillo, y Parkins hizo ademán de abrir la puerta. Luego
se detuvo y se registró los bolsillos.
—Esto
es más serio de lo que creía —observó—. Ahora recuerdo que al salir esta mañana
dejé cerrado con llave, y la llave la tengo aquí —dijo, mostrándola en alto—.
Así que —prosiguió—, si la servidumbre tiene la costumbre de entrar en las
habitaciones de los clientes en ausencia de éstos, sólo me cabe decir que…,
bueno, que no me parece correcto, ni mucho menos.
Y
sintiéndose un tanto encogido de ánimo, puso toda su atención en abrir la
puerta —que, efectivamente, estaba cerrada con llave— y en encender las velas.
—Pues
no —dijo—, parece que está todo en su sitio.
—Todo
menos su cama —observó el coronel.
—Perdone,
pero esa no es la mía —dijo Parkins—. Esa no la utilizo. Pero parece como si
alguien hubiera querido gastarme una broma deshaciéndola.
Efectivamente,
las sábanas y las mantas estaban revueltas y retorcidas en la más completa
confusión. Parkins reflexionó.
—Ya
sé lo que ha debido pasar —dijo finalmente—: La desordené yo anoche al abrir
mis maletas, y no la han vuelto a hacer desde entonces. Seguramente entraron a
arreglarla, y el niño ha visto a las camareras por la ventana. Luego las han
debido llamar y han cerrado con llave al marcharse. Sí, seguro que ha sido eso.
—Bueno,
llame al timbre y pregúnteles —dijo el coronel, y esta sugerencia le pareció
muy práctica a Parkins.
Se
presentó la camarera y, resumiendo, declaró que ella había hecho la cama por la
mañana estando el señor en la habitación, y desde entonces no ha vuelto a
entrar. El señor Simpson guardaba las llaves, él era quien podía decirle al señor
si había estado alguien.
Era
un misterio. Tras una inspección, comprobaron que no faltaba nada de valor, y
Parkins reconoció que todos los objetos que tenía sobre la mesa estaban en su
sitio, por lo que podía asegurar que nadie los había tocado. Además, ni el señor
ni la señora Simpson habían dado el duplicado de la llave a nadie en todo el día.
Por otra parte, Parkins, pese a su sagacidad, no logró descubrir en la conducta
del patrón, de la patrona ni de la criada, gesto alguno que delatara el menor
indicio de culpabilidad. Más bien se inclinaba a creer que el niño había engañado
al coronel.
Este
último estuvo desusadamente silencioso y pensativo durante la cena y el resto
de la noche. Cuando se despidió de Parkins para irse a dormir, murmuró de mal
humor:
—Si
me necesita esta noche, ya sabe dónde me tiene.
—¡Ah,
sí!, muchas gracias, coronel, pero no creo que tenga que molestarle. A propósito
—añadió—, ¿le he enseñado el silbato del que le hablé? Me parece que no. Mire, éste
es.
El
coronel se acercó a examinarlo a la luz de la vela.
—¿Ha
leído la inscripción? —preguntó Parkins cuando lo tuvo de nuevo en sus manos.
—No,
con esta luz no puedo. ¿Qué piensa hacer con él?
—No
sé, cuando regrese a Cambridge se lo enseñaré a algún arqueólogo de allí para
ver qué piensa, y si considera que tiene valor, lo donaré a un museo.
—¡Muu…!
—exclamó el coronel—. Bueno, puede que tenga razón. Pero le aseguro que si
fuera mío lo tiraría inmediatamente al mar. Y sé que no sirve de nada discutir;
supongo que usted es de los que no creen sino lo que ven. Bien, espero que
tenga buenas noches.
Dio
media vuelta, dejando a Parkins con la palabra en la boca, y poco después cada
uno estaba en su habitación.
Por
alguna desdichada razón, las ventanas de la habitación del profesor no tenían
ni cortinas ni persianas. La noche anterior no le había dado importancia, pero
esta noche era muy probable que la luna, que estaba saliendo, diera más
adelante de lleno en su cama y le despertara. Al darse cuenta de este detalle,
se sintió enormemente contrariado, pero con ingenio digno de envidia consiguió,
valiéndose del riel de la cortina, unos cuantos imperdibles, un bastón de golf
y un paraguas, armar una pantalla, la cual, si lograba sostenerse, protegería
su cama de la luz de la luna. Poco después de leer un buen trozo de cierta obra
de envergadura, suficiente para provocar serios deseos de dormir, echó una
mirada soñolienta en torno a la habitación, apagó la vela y dejó caer la cabeza
sobre la almohada.
Llevaría
durmiendo una hora más o menos, cuando un estrépito repentino le despertó
sobresaltado. Inmediatamente comprendió lo que había ocurrido: se había venido
abajo la pantalla que tan cuidadosamente había montado, y una luna fría y
brillante le daba plenamente en el rostro. Era una verdadera contrariedad. ¿Se
sentía capaz de levantarse a reconstruir la pantalla, o podría seguir durmiendo
sin tenerse que levantar?
Durante
unos minutos permaneció echado, reflexionando sobre qué partido tomar; luego se
volvió bruscamente y, con los ojos completamente abiertos, prestó atención
conteniendo la respiración. Estaba seguro de haber percibido un movimiento en
la cama vacía del otro lado de la habitación. Mañana mandaría quitarla de ahí,
porque había ratas o algo parecido que se movía en ella. Ahora estaba todo
tranquilo. ¡No! Otra vez empezaba la agitación. Se oían crujidos y sacudidas,
pero, evidentemente, eran más fuertes de lo que podía producir cualquier rata.
Me
imagino la perplejidad y el horror que debió experimentar el profesor, porque
hace unos treinta años tuve yo un sueño en el que pasaba lo mismo; pero tal vez
le resulte difícil al lector imaginar lo espantoso que debió ser descubrir una
figura sentada en la cama que él había creído vacía. Abandonó la suya de un
salto y echó a correr hacia la ventana, donde tenía su única arma: el palo de
golf con el que había confeccionado la pantalla. Pero entonces comprendió que
era lo peor que se le había podido ocurrir, porque el personaje de la cama vacía,
con un movimiento suave y repentino, se incorporó y se puso en guardia con los
brazos extendidos entre las dos camas, delante de la puerta. Parkins se le quedó
mirando con aterrada perplejidad. De algún modo, la idea de cruzar por donde
estaba la figura y huir por la puerta le pareció irrealizable. No habría sido
capaz de rozarla —no sabía por qué—; así que, si pretendía acercársele, estaba
dispuesto a arrojarse por la ventana. Durante un momento permaneció en una zona
de oscuridad, por lo que Parkins no pudo verle la cara. Luego, empezó a
avanzar, inclinándose hacia adelante, por lo que enseguida comprendió Parkins,
con horror y alivio a la vez, que estaba ciega, ya que tanteaba el camino
extendiendo al azar sus brazos entrapajados. Al dar un paso, descubrió de súbito
la cama que Parkins había ocupado, y se lanzó sobre las almohadas con una furia
tal que Parkins sintió el más intenso escalofrío de su vida. En escasos
segundos comprobó que la cama estaba vacía; entonces se dirigió hacia la
ventana, por lo que entró en la zona iluminada, revelando así qué clase de
criatura era.
A
Parkins le disgusta enormemente que le pregunten sobre este particular; sin
embargo, una vez me refirió esta escena estando yo presente, y comentó que lo
que recuerda sobre todo es su horrible, su intensamente horrible rostro de trapo arrugado. No pudo o no quiso
contar la expresión que reflejaba el rostro ese; lo cierto es que el miedo que
sintió estuvo a punto de hacerle perder la razón.
Pero
no tuvo tiempo de observarlo con detalle. Increíblemente veloz, la figura se
deslizó hasta el centro de la habitación y, al tantear el aire con los brazos,
un pico de sus ropas rozó el rostro de Parkins. No pudo —pese a lo peligroso
que sabía que era hacer ruido—, no pudo reprimir un grito de repugnancia, lo
que dio instantáneamente una pista a su perseguidor. Saltó sobre Parkins, y éste
retrocedió, gritando con todas sus fuerzas, hasta sacar la espalda por la
ventana, y entonces el rostro de trapo se abalanzó sobre el suyo. En este
instante supremo, como habrán adivinado ya, le llegó la salvación: el coronel
irrumpió bruscamente en la habitación a tiempo de ver la horrible escena en la
ventana. Al acercarse adonde ellos estaban, sólo quedaba una figura, la de
Parkins, que yacía sin conocimiento en el suelo de la habitación; junto a él
había un montón informe de sábanas arrugadas.
El
coronel Wilson no preguntó nada, pero no dejó entrar a nadie en la habitación,
y trasladó a Parkins nuevamente a su cama; luego se envolvió en una manta y se
echó a descansar él también en la otra. Rogers llegó a primera hora de la mañana
siguiente, y fue acogido con más entusiasmo de lo que habría sido de haber
llegado el día anterior; seguidamente, estuvieron deliberando durante largo
rato en la habitación del profesor. Al final, salió el coronel del hotel llevando
un pequeño objeto entre los dedos índice y pulgar, y lo arrojó en el mar todo
lo lejos que le permitió su brazo.
Más
tarde se vio ascender el humo de una hoguera que habían encendido en la parte
de atrás del edificio.
Debo
confesar que no recuerdo qué clase de historia contaron a la servidumbre y a
los clientes. El profesor se salvó milagrosamente de la sospecha de haber
sufrido un delirium tremens, y el
hotel de la fama de escandaloso.
No
es difícil presumir qué le habría ocurrido a Parkins de no haber intervenido a
tiempo el coronel. O se habría caído desde la ventana o habría perdido el
juicio. Pero lo que no está en claro es si la criatura que acudió a la llamada
del silbato habría hecho algo más que asustar. Parece que no se trataba de un
ser material, aparte de las sábanas retorcidas que daban forma a su cuerpo. El
coronel, que recordaba un suceso parecido ocurrido en la India, estaba
convencido de que si Parkins se hubiera enfrentado con ese ser, habría
comprobado que no tenía más poder que el de asustar. En definitiva, dijo, el
incidente no hacía sino corroborar la opinión que él tenía de la Iglesia de
Roma.
Y
no hay nada más que añadir, en realidad; pero, como pueden imaginar, las
opiniones del profesor sobre determinadas cuestiones no son ya todo lo firmes
que solían ser. Sus nervios, también están destrozados: aún se estremece al ver
un sobrepelliz colgando de una puerta, y la visión de un espantapájaros en el
campo, algunos atardeceres de finales de invierno, le ha costado más de una noche
de insomnio.
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