LA VÍCTIMA 3 parte Final

III

Ahora Steven iba de un lado a otro como si no hubiera ocurrido nada. Se esforzó en mantener la casa como si el señor Greathead estuviese vivo. La señora Blenkiron, que iba cada quince días a fregar y limpiar, encontraba encendida la chimenea del estudio del señor Greathead y sus zapatillas al borde del guardafuego. En la planta alta tenía la cama hecha, con el embozo abierto, todo listo. Steven se atenía a ese ritual, no sólo por las sospechas de los extraños, sino para su propia conciencia. Conduciéndose como si creyese que el señor Greathead seguía vivo, casi conseguía creérselo. Al no conseguir que sus pensamientos volviesen sobre el crimen, llegó a olvidarlo. Su imaginación lo estaba salvando, siguiendo el juego que lo mantenía en su juicio, hasta que el crimen se convirtió en algo vago y fantástico como las cosas que ocurren en sueños. Ahora se había despertado y ésta era la realidad; aquella rutina de quehaceres, ocuparse de la casa y aguardar el regreso del señor Greathead. Había dejado de levantarse por las noches a examinar el suelo de la vaquería. Ya no se asombraba de su impunidad.

Luego, de improviso, cuando verdaderamente lo había olvidado, todo acabó. Fue un sábado de enero, alrededor de las cinco. Steven se había enterado de que Dorsy Oldishaw había vuelto y vivía con su tía en el King’s Arms. Tenía unos deseos locos, incontrolables, de volverla a ver.

Pero a quien vio no fue a Dorsy.

Para ir de la cocina al camino particular de la casa, tenía que atravesar las puertas del patio y recorrer el sendero pavimentado que pasaba bajo la ventana del estudio. Cuando giró andando sobre las losas, lo vio avanzar delante de él. La luz que salía por la ventana lo iluminaba.

Distinguía con toda claridad al anciano con su abrigo largo, negro y raído, con la bufanda de lana gris anudada al cuello y sobresaliendo sobre la espalda, colgándole el fino pelo canoso que le caía bajo el ala flexible del sombrero negro.

En el primer momento de verlo, Steven no sintió miedo. Simplemente sintió que no había cometido el crimen, que verdaderamente lo había soñado y que era el señor Greathead que regresaba, vivo, entre los vivos. Luego el fantasma se había parado en la puerta de la casa, con la mano en el pomo, como si estuviese a punto de entrar.

Pero cuando Steven se acercó a la puerta ya no estaba allí.

Se quedó quieto, paralizado, con la mirada perdida en el espacio que se había vaciado de un modo tan espantoso. El corazón le palpitaba y vacilaba, cortándole la respiración. Y de repente se le vino encima el recuerdo del crimen. Se vio en el cuarto de baño, encerrado con su víctima dentro de las paredes verdes pintadas al temple. Olió la emanación de la estufa de petróleo. Oyó el agua que caía del grifo. Sintió los pies abalanzándose de un salto y del señor Greathead. Vio las manos del señor Greathead aleteando inútilmente, sus ojos aterrorizados, el rostro que se le hinchaba y palidecía, transformándose en algo horrible, y su cuerpo que se desmoronaba al suelo.

Luego se vio a sí mismo en la vaquería. Oía los golpes sordos, de machacar y serrar, de sus herramientas. Se vio en el puerto de Hardraw y vio los faros que iluminaban la boca del pozo. Y el miedo y el horror que no había sentido entonces los padeció ahora.

Se dio la vuelta. Echó el pestillo a las puertas del patio y a todas las de la casa y se encerró en la iluminada cocina. Cogió su revista, The Autocar, y se esforzó en leerla. Al instante le desapareció el terror. Se dijo que aquello no era nada. Nada más que una fantasía suya. Suponía que nunca volvería a ver ninguna otra cosa.

Pasaron tres días. La noche del tercero, Steven había encendido la lámpara del estudio y cerrado la ventana, cuando volvió a ver lo mismo.

Estaba de pie en el sendero del exterior, muy cerca de la ventana, mirando hacia dentro. Vio el rostro con claridad, el bulto gris del labio sobresaliente y la encorvadura de la nariz contraída. Los ojillos lo miraban brillantes. Toda la figura se veía vidriosa, flotando entre la oscuridad y el cristal. Estuvo allí fuera un momento, mirando hacia el interior; y al siguiente se había confundido con la imagen reflejada del cuarto iluminado que se repetía sobre la negrura de los árboles. Entonces dio la sensación de que el señor Greathead estuviera, reflejado, dentro de la habitación, con Steven.

Y luego otra vez estaba fuera, mirándolo, mirándolo a través del cristal.

A Steven se le encogía y revolvía el estómago, provocándole náuseas. Bajó las persianas, para interponerlas entre él y el señor Greathead, las reforzó con los postigos y corrió las cortinas por encima. Echó dos pestillos a la puerta de la fachada y cerró todas las puertas, para mantener al señor Greathead en la calle. Pero aquella noche, en un momento dado, oyó el susurro de unos pasos que avanzaban por los pasillos enlosados, en el piso alto, y que cruzaban el rellano de fuera de su dormitorio. Se oyó ruido en la cerradura de la puerta, pero no entró nadie. Estuvo despierto hasta por la mañana, con el sudor corriéndole sobre la piel, el corazón desbocado y estremeciéndose de terror.

Al levantarse, vio una cara blanca y asustada en el espejo. Una cara con la boca semiabierta, a punto de hablar, de escupir su secreto. Le daba miedo ir con aquella cara a Eastthwaite o a Shawe. De manera que se encerró en la casa, medio desfalleciendo con sus magras reservas de pan, tocino y otros pocos víveres.

Transcurrieron dos semanas; y luego volvió a aparecer a plena luz del día.

Era la mañana que iba la señora Blenkiron. Él había encendido la chimenea del estudio y había puesto las zapatillas del señor Greathead junto al guardafuego. Cuando se alzó del suelo —estaba agachado— y se dio la vuelta, vio al fantasma del señor Greathead de pie sobre la alfombrilla del hogar, muy cerca de él. En el primer momento lo vio sólido y exactamente igual que si estuviese vivo. Lo contemplaba sonriente, con una especie de gesto burlón, como si le divirtiera lo que estaba haciendo Steven. Steven reculó movido por el terror, alejándose (le daba miedo girarse y encontrárselo a su espalda), y los pies perdieron corporeidad. Como si se deshiciera, toda la estructura se desmoronó y cayó en el suelo hecha una masa, formando un charco de una sustancia blancuzca y reluciente que se confundió con el dibujo de la alfombra, que lo absorbió.

Era la cosa más horrible que le había sucedido hasta entonces, y los nervios de Steven se desataron. Fue en busca de la señora Blenkiron, a la que encontró fregando en la vaquería.

Suspiraba mientras restregaba la bayeta por el suelo.

—Ay, mira estas manchas pardas que no se quitan por más que una rasque.

—No —dijo él—. Por más que rasque y rasque no las va a limpiar.

Ella lo miró…

—Ay, hijo, ¿qué te pasa? Tienes cara de trapo escurrido puesto a secar en la pila.

—He tenido un cólico.

—Sí, no tengas cuidado con la humedad y la niebla y vete comiendo mal… Deja que me acerque al King’s Arms y te traiga un whisky.

—Ya me acerco yo.

Ahora sabía que le daba miedo quedarse solo en la casa.

En el King’s Arms, Dorsy y la señora Oldishaw estaban preocupadas por él. Pero esta vez estaba verdaderamente enfermo de miedo. Dorsy y la señora Oldishaw le dijeron que era un constipado. Le hicieron acomodarse junto al fuego de la cocina y lo taparon con una manta y le hicieron beberse un ponche fuerte y caliente. Se durmió y, al despertar tenía a Dorsy sentada al lado, con su costura.

Se sentó y ella le puso una mano en el hombro.

—Estate quieto, hombre.

—Tengo que levantarme y marchar.

—No, no tienes por qué irte. Estate quieto y te hago una taza de té.

Se estuvo quieto.

La señora Oldishaw le había preparado una cama en el dormitorio de su hijo y lo tuvieron allí aquella noche, hasta las cuatro del día siguiente.

Cuando se levantó para irse, Dorsy le puso el abrigo y el sombrero.

—¿Tú también sales a la calle, Dorsy?

—Sí. Para que no te vayas tú solo y lo hagas todo solo. Estaré contigo hasta que se haga de noche.

Ella lo acompañó y estuvieron el uno junto al otro, en la cocina de la casa, junto al hogar, como solían hacer cuando trabajaban allí los dos, cogidos de la mano y sin decir nada.

—Dorsy —dijo él, por fin—, ¿a qué has venido? ¿Has venido a decirme que no vas a hablarme nunca más?

—No. Tú bien que lo sabes.

—¿A decirme que te casas conmigo?

—Sí.

—No puedo casarme contigo, Dorsy. No estaría bien.

—¿No estaría bien? ¿Qué dices? No estaría bien que venga y me esté contigo así si no me caso.

—No. No me atrevo. Decías tú que te daba miedo. No quiero que pases miedo. Decías que eras desgraciada. Yo no quiero que tú seas desgraciada.

—Eso era el año pasado. Ahora ya no me asustas, Steve.

—Es que no me conoces, nena.

—Sí que te conozco. Conozco que estás malo y que te mueres por mí. No puedes vivir sin tu nena que te cuide.

Ella se puso en pie.

—Tengo que irme ya. Pero voy a venir mañana y al día siguiente.

Y mañana y al día siguiente, y al siguiente, al anochecer, a la hora de los mayores terrores de Steven, acudió Dorsy. Se sentaba junto a él hasta mucho después de que hubiese oscurecido.

Steven se hubiera sentido a salvo durante todo el tiempo que ella lo acompañaba, de no ser por el pánico que le daba que el señor Greathead apareciendo estando Dorsy y que ella lo viera. Si Dorsy llegaba a saber que estaba embrujado, podría preguntarle porqué. O bien el señor Greathead podría adoptar alguna horrible apariencia, manando sangre y desmembrado, que la informase de cómo había sido asesinado. Sería muy propio de él, una vez muerto, interponerse entre ellos lo mismo que había hecho en vida.

Estaban sentados a la mesa redonda que había junto a la chimenea. Tenían la lámpara encendida y Dorsy se inclinaba sobre su costura. De repente levantó la cara, con la cabeza echada a un lado, escuchando. Lejos, en la parte interior de la casa, en el pasillo enlosado que daba a la puerta principal, se distinguía el susurro de unos pasos. Él casi creía que Dorsy temblaba. Y de algún modo, por la razón que fuera, esta vez no tenía miedo.

—Steven —dijo ella—, ¿no oyes algo?

—No. Es sólo el viento en el tejado.

Ella lo miró. Una larga mirada interrogativa. En apariencia, su respuesta la había convencido, puesto que contestó:

—Puede ser que no sea más que el viento —y prosiguió con la costura.

Él acercó su silla a la de ella, para protegerla si venía el fantasma. Casi podía tocarla a aquella distancia.

Se levantó el pestillo, se abrió la puerta y, sin que se le viera entrar ni avanzar, el señor Greathead se alzó ante ellos.

La mesa ocultaba la parte inferior de la figura, pero por encima estaba completo y sólido, con su terrible semblante de carne y hueso.

Steven miró a Dorsy. Ella tenía los ojos clavados en el fantasma, con un gesto inocente y asombrado, sin el menor asomo de miedo. Luego miró a Steven. Una mirada incómoda, amedrentadora e inquisitiva, como para asegurarse de que él lo estaba viendo.

Ése era el temor de ella: que él lo viese, que él tuviese miedo, que él estuviera embrujado.

Él se acercó aún más y le pasó el brazo por el hombro.

Pensó que quizás ella se apartaría de él, dándose cuenta de que era él el embrujado. Pero, muy al contrario, levantó una mano y cogió la de él, mirándolo a la cara y sonriéndole.

Luego, para asombro de Steven, el fantasma les devolvió la sonrisa, no en forma de burla, sino con una rara y terrible dulzura. El rostro de la aparición resplandeció un momento con una súbita luz, hermosa y radiante; luego desapareció.

—¿Lo has visto, Steven?

—Sí.

—¿Lo habías visto antes?

—Sí, tres veces lo tengo visto.

—¿Es lo que te da miedo?

—¿Quién te ha dicho que estoy asustado?

—Yo que lo sé. Porque yo sé todo lo que a ti te pasa.

—¿Y qué piensas tú, Dorsy?

—Que no tienes que tener miedo. Es un fantasma bueno. Sea lo que sea, no quiere hacerte daño. El viejo nunca te hizo daño en vida.

—¿No? No me hizo daño. Me hizo lo peor que podía metiéndose entre tú y yo.

—¿Por qué piensas eso?

—No lo pienso, lo sé.

—No, mi vida, tú no lo sabes.

—Se metió. Se metió, te lo digo yo.

—Ni lo digas —gritó ella—. Ni lo digas, Steven.

—¿Por qué no?

—Eso hace que la gente diga lo que dice.

—¿Qué sabe la gente para tener que hablar?

—Se acuerda de lo que dijiste.

—¿Y qué dije?

—Pues que te ibas a cargar a todo el que se metiera entre tú y yo.

—No lo decía por él. Bien lo sabe Dios.

—La gente eso no lo sabe —dijo ella.

—¿Lo sabes tú? ¿Sabes tú que yo no estaba pensando en él?

—Yo sí que lo sé, Steven.

—¿Y no te asusto, Dorsy? ¿Ya no te doy miedo?

—No, hijo. Te quiero demasiado. Nunca más me vas tú a dar miedo. ¿Iba a estar contigo teniendo miedo?

—Ahora sí que vas a tener miedo.

—¿De qué voy a tener miedo?

—Pues… de él.

—¿De él? Me da mucho más miedo saber que estás tú aquí con él, tú solo. ¿No quieres venir a dormir a casa de mi tía?

—No quiero. Te acompaño un trozo hasta pasado el páramo.

Fue con ella por el camino de la herradura, cruzando el páramo, y por la carretera principal que conducía a Eastthwaite. Se separaron en el recodo donde surgían a la vista las luces del pueblo.

Había salido la luna y Steven regresó por el páramo. El fresno del camino de herradura sobresalía con claridad, con sus ramas dobladas y ganchudas, negras contra la hierba parda del páramo. Las sombras de las rodadas corrían como rayas sobre el sendero, negras sobre el gris. La casa se distinguía gris oscuro en la oscuridad del desvío. Sólo la ventana iluminada del estudio dibujaba un rectángulo dorado en medio del muro.

Antes de acostarse debía apagar la luz del estudio. Estaba nervioso, pero ya no sentía el malestar ni el terror sudoroso de las primeras apariciones. O bien se estaba habituando, o bien… algo le había pasado.

Había cerrado los postigos y apagó la lámpara. La vela ponía un círculo de luz alrededor de la mesa que ocupaba el centro del cuarto. Estaba a punto de cogerla y marcharse cuando oyó una voz sin fuerza que pronunciaba su nombre:

—Steven.

Alzó la cabeza para escuchar. Aquel sonido inconsistente parecía llegar del exterior, de muy lejos, del final del camino de herradura.

—Steven, Steven…

Esta vez hubiera jurado que el sonido procedía de dentro de su cabeza, como el zumbido de los oídos.

—Steven…

Ahora reconoció la voz. Estaba detrás de él, dentro del cuarto. Se dio la vuelta y vio al fantasma del señor Greathead sentado, tal como él acostumbraba a sentarse, en el sillón que había junto al hogar. La figura estaba muy borrosa en la penumbra de la habitación, fuera del alcance del resplandor de la vela. El primer impulso de Steven fue adelantar la vela, interponiéndola entre él y el fantasma, confiando en que la luz lo hiciera desaparecer. En vez de desaparecer, la figura se volvió más nítida y sólida, indistinguible de un hombre de carne y hueso vestido de paño negro y lino blanco. Sus ojos tenían la transparencia de un cristal azul y estaban clavados en Steven, con una mirada tranquila, de benevolente atención. La boca, pequeña y estrecha, estiraba las comisuras, sonriente.

Habló.

—No tienes que tener miedo —dijo.

Ahora la voz era natural, tranquila, mesurada, ligeramente trémula. En lugar de asustar a Steven, lo sosegó y calmó.

Puso la vela sobre la mesa que tenía detrás y se quedó de pie frente al fantasma, fascinado.

—¿Por qué tienes miedo? —le preguntó el fantasma.

Steven no fue capaz de contestar. Sólo podía mirar, paralizado por los ojos brillantes que lo hipnotizaban.

—Tienes miedo —dijo el fantasma—, porque crees que soy lo que se dice un fantasma, un ser sobrenatural. Crees que estoy muerto y que tú me mataste. Crees que te tomaste una horrible venganza por una mala faena que crees que yo te hice. Crees que regreso para asustarte, para vengarme a mi vez.

»Y todas esas cosas que piensas, Steven, son falsas. Soy real, mi apariencia es tan real y natural como cualquier otra de las cosas que hay en este cuarto; más natural y más real, si lo supieras bien. No me mataste, como ves, pues aquí estoy, tan vivo o más que tú. Tu venganza consistió en hacerme pasar de un estado que se me había vuelto insoportable a un estado más agradable de lo que eres capaz de imaginarte. No me importa decirte, Steven, que estaba pasando por serias dificultades económicas (lo cual, dicho sea de paso, te viene bien, pues proporciona un motivo plausible para mi desaparición). De manera que, por lo que respecta a la venganza, la cosa fue un completo fiasco. Tú fuiste mi benefactor. Tus métodos fueron algo violentos y admito que me hiciste pasar algunos momentos desagradables antes de alcanzar mi actual liberación. Pero como padecía una artritis reumática progresiva, no cabe duda de que mi muerte a manos tuyas fue más caritativa de lo que hubiera sido dejada a la mera naturaleza. En cuanto a las medidas posteriores, te felicito, Steven, por tu frialdad y tus recursos. Yo siempre dije que estabas a la altura de cualquier embrollo. Cometiste un crimen asombroso y peligroso, un crimen es la cosa más difícil de ocultar de todas, y te las ingeniaste para que no fuera descubierto ni lo sea nunca. Y sin duda los pormenores de ese crimen te resultarían horribles y nauseabundos hasta lo indecible; y cuanto más horribles y nauseabundos eran, más tuviste que controlar los nervios para llevar la cosa adelante sin ningún tropiezo.

»No quiero quitarte el menor mérito. Fue algo muy digno para un principiante, realmente muy digno. Pero permíteme que te diga que la idea de que las cosas puedan ser horribles y nauseabundas es pura ilusión. Estos términos son totalmente relativos, dependen de tu limitada percepción.

»Me estoy dirigiendo en este momento a tu inteligencia; y no me refiero a esa ingenuidad práctica que te permitió desembarazarte de mí tan limpiamente. Cuando digo inteligencia quiero decir inteligencia. Lo único que hiciste, entonces, fue volver a distribuir las cosas. Para nuestros sentidos incorruptibles, la materia nunca adopta ninguna de esas formas ofensivas bajo las que tan a menudo las ves. La naturaleza ha creado todo ese horror y toda esa repulsión exclusivamente para evitar que la gente haga demasiados experimentos pequeños como el tuyo. No debes imaginarte que esas cosas tengan una importancia imperecedera. No te jactes de haber electrizado al universo. Para los entendimientos que ya no están sujetos a ser de carne y hueso, esa horrible carnicería de que tan orgulloso te sientes, Steven, es sencillamente una bobada. No tiene de terrible más que una salpicadura de tinta roja o la recomposición de un rompecabezas. Yo fui testigo de todo y puedo asegurarte que no sentí otra cosa que ganas de reírme. Se te puso la cara tan ridículamente seria, Steven… No puedes hacerte ni idea del aspecto que tenías con la hachuela aquella. Me hubiera gustado aparecerme ante ti entonces y decírtelo así, pero sabía que te hubiera dado un ataque de miedo…

»Y otro gran error, muchacho, es que pienses que te persigo con ánimo de venganza, que busco atemorizarte… Mi querido Steven, si quisiera asustarte aparecería ante ti con un aspecto muy distinto. No es menester que te recuerde con qué aspecto podría haberme aparecido… ¿A qué supones tú que vengo?

—No lo sé —dijo Steven, con un susurro ronco—. Dígamelo.

—He venido a perdonarte. Y a salvarte del horror que hubieras padecido más pronto o más tarde. Y para hacer que no sigas adelante con tu crimen.

—No hacía falta —dijo Steven—. No voy a seguir. No voy a hacer más crímenes.

—Ya vuelves a las andadas. ¿Es que no puedes entender que no estoy hablando de tu estúpida carnicería? Me refiero a tu auténtico crimen. Tu verdadero crimen era odiarme. Y tu mismo odio era un disparate, Steven. Me odiabas por algo que yo no había hecho.

—¿Sí? ¿Qué hizo usted entonces? Dígamelo.


—Tú crees que me interpuse entre tu novia y tú. Aquella noche, cuando Dorsy habló conmigo, pensaste que le había dicho que te dejara, ¿no es cierto?

—Sí. ¿Y qué fue lo que usted le dijo?

—Le dije que se quedara contigo. Fuiste tú, Steven, quien la obligó a irse. Asustaste a aquella pobre niña. Ella me dijo que temía por su vida. No porque hubieras medio matado a aquel pobre muchacho, sino por la cara que ponías cuando estabas haciéndolo. La cara de odio, Steven.

»Yo le dije que no te tuviera miedo. Le dije que si te dejaba, bien podías tú irte al diablo, y que ella incluso sería responsable de algún crimen. Le dije que si se casaba contigo y te era fiel, si te amaba, yo respondía por ti de que nunca harías nada malo.

»Pero ella estaba demasiado asustada para escucharme. Entonces le dije que reflexionara sobre lo que le había dicho antes de tomar alguna decisión. Eso fue lo que tú me oíste decirle.

—Sí, eso fue lo que oí a usted decirle. Yo no sabía, yo no sabía… Yo creía que usted la había puesto en mi contra.

—Si no me crees, pregúntale a ella, Steven.

—Eso fue lo que ella dijo la otra noche. Que usted no se metió nunca entre ella y yo. Nunca.

—Nunca —dijo el fantasma—. ¿Ahora ya no me odias?

—No, no. Yo no lo habría odiado nunca, yo nunca le habría tocado a usted un dedo de haberlo sabido.

—Lo que importa no es que me pusieras la mano encima, sino tu odio. Si hemos acabado con eso, hemos acabado con todo el asunto.

—¿De verdad? ¿De verdad? Si se sabe, me cuelgan. ¿Puedo darme por perdonado? Dígame, ¿puedo darme por perdonado?

—¿Quieres que yo lo decida por ti?

Le pareció que el fantasma del señor Greathead se estaba debilitando un poco, como si sólo fuera a durar unos instantes. Nunca había deseado tanto que se fuera como ahora deseaba que se quedara y le ayudase.

—Bueno, Steven, cualquier hombre de carne y hueso te diría que fueras y te dejaras ahorcar mañana, que eso no era ni más ni menos tu obligación. Y yo me atrevo a decir que hay algunos espíritus mezquinos y resentidos, incluso en mi mundo, que dirían lo mismo, no porque ellos crean que la muerte es importante, sino porque saben que tú lo crees, y quieren ajustarte las cuentas por ese procedimiento.

»No es mi procedimiento. Yo considero que este asunto de nada es algo sólo entre nosotros. No existe jurado de hombres de carne y hueso que lo comprendiera. Todos consideran que la muerte es muy importante.

—¿Qué quiere usted que haga yo entonces? ¡Dígamelo y lo hago! ¡Dígamelo!

Gritaba muy fuerte, pues el fantasma del señor Greathead se iba volviendo cada vez más débil. Menguaba y flameaba como una luz que se extingue. Su voz le llegó desde algún lugar lejano y situado fuera de la casa, desde la otra punta del camino de herradura.

—Sigue viviendo —decía—. Cásate con Dorsy.

—No me atrevo. Ella no sabe que lo maté a usted.

—Oh, sí —los ojos del fantasma parpadeaban, amables e irónicos—, sí que lo sabe. Siempre lo ha sabido.

Y tras esto, el fantasma desapareció.

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