LA VÍCTIMA 2 parte.

II

Aquello había sido obra del viejo, del viejo. Él la había convencido de que lo abandonara. De no ser por eso, Dorsy nunca lo hubiese dejado. A ella nunca se le hubiera ocurrido por su cuenta. Y tampoco se habría ido, de haber estado él para impedírselo. La culpa no era de Ned. Ned iba a casarse con Nancy Peacock, allá en Morfe. Ned no le había hecho nada malo.

Era el señor Greathead quien se había interpuesto entre ellos. Odiaba al señor Greathead.

Su odio se convirtió en náuseas, en una repugnancia física constante. Dentro de casa, le hacía al señor Greathead de mayordomo y de ayuda de cámara, le servía las comidas, le preparaba el agua caliente del baño, le ayudaba a vestirse y desvestirse. De modo que no podía alejarse de él en ningún momento. Cuando lo llamaba por la mañana, Steven sentía bascas al ver el cuerpo encogido bajo las ropas de cama y el rostro colorado y acongojado, con su nariz puntiaguda y remilgada, respingona, y el fino mechón de pelo plateado enhiesto al borde de la almohada. Steven tenía escalofríos de odio al oír la ruidosa tos del anciano y el susurro de sus pasos al arrastrarse por las losas de los pasillos.

Antes había sentido ternura por el señor Greathead, cuando era el vínculo que lo ligaba a Dorsy. Incluso le había cepillado el abrigo y el sombrero con ternura, como si los quisiera bien. Hubo un tiempo en que la sonrisa apretada del señor Greathead —el bulto gris del labio inferior sobresaliente, el labio superior levantado por las comisuras— y su flojo y amable «Gracias, muchacho» habían hecho que Steven le devolviera la sonrisa, contento de servir al patrón de Dorsy. Y el señor Greathead volvía a sonreírle y decirle: «Me sienta bien ver tu buena cara, Steven». Ahora la cara de Steven se contorsionaba en una mueca al responder a las amabilidades del señor Greathead, a la vez que se le secaba el gaznate y el corazón le palpitaba de odio.

Desde su puesto junto a la mesa, observaba a las horas de comer al señor Greathead con una larga mirada de disgusto. Hubiera retirado el plato de debajo de las manos lentas y torpes que temblaban y vacilaban. Captaba las palabras que se le ocurrían a solas: «Tendría que estar muerto. Tendría que estar muerto». Pensar que aquel ser que tendría que estar muerto, que aquel viejo saco arrugado de huesos crujientes tuvo que interponerse entre él y Dorsy, y que había sido capaz de apartar a Dorsy de él…

Un día, cuando estaba cepillando el sombrero de fieltro del señor Greathead, tuvo un ataque de odio. Odiaba el sombrero del señor Greathead. Cogió un bastón y se puso a darle golpes y golpes. Lo tiró al suelo y lo estuvo pisoteando, con los dientes apretados y la respiración convertida en un silbido agudo. Recogió el sombrero, mirando furtivamente hacia todas partes, por miedo a que el señor Greathead o la sucesora de Dorsy, la señora Blenkiron, lo hubiesen visto. Lo estrujó y lo estiró hasta devolverle la forma original, lo cepilló cuidadosamente y lo repuso en el perchero. Estaba avergonzado, no de la violencia sino de la futilidad de la violencia.

Sólo un loco perdido, se dijo, hubiera hecho una cosa así. Debía de estar loco.

Y no es que no supiera lo que iba a hacer. Lo había sabido desde el mismo día que lo dejó Dorsy.

«No volveré a ser el que era hasta que no me lo haya cargado», pensaba.

Se limitaba a esperar hasta tenerlo bien planeado, hasta estar seguro de todos los detalles, hasta sentirse en forma y tranquilo. Entonces no dudaría lo más mínimo, no habría ninguna indecisión en el último momento ni menos aún ninguna clase de violencia ciega y precipitada. Nadie que no fuera tonto mataría en un ataque de locura, olvidándose de los detalles, para que lo pillaran y lo ahorcaran. Sin embargo, eso era lo que todos hacían. Siempre quedaba algo en lo que no habían pensado, que hacía que los descubrieran.

Steven pensó en todo, incluso en la fecha, incluso en la meteorología.

El señor Greathead tenía la costumbre de asistir en Londres a los debates de una sociedad científica, de la que era socio, que celebraba sus sesiones en mayo y noviembre. Siempre viajaba en el tren de las cinco, para así poder acostarse y descansar en cuanto llegaba. Siempre se estaba una semana y concedía una semana de vacaciones a su ama de llaves. Steven eligió un oscuro y tenebroso día de noviembre en que el señor Greathead partiría hacia sus sesiones y la señora Blenkiron se había ido de Eastthwaite a Morfe en el autobús de primera hora de la mañana. De modo que en la casa no había más que el señor Greathead y Steven.

Eastthwaite Lodge es un lugar aislado, gris, escondido entre el páramo y los fresnos que bordean la carretera particular. Se accede por un camino de herradura que atraviesa el páramo, una desviación de la carretera que va desde el Eastthwaite de Rathdale al Shawe de Westleydale, a una milla de distancia del pueblo y a una milla de distancia del pueblo y a una milla del puerto de Hardraw. Ningún comerciante servía a domicilio. Las cartas y los periódicos del señor Greathead se recibían en el buzón sujeto a un fresno del recodo.

El agua caliente de la casa no estaba lo bastante caliente para el baño del señor Greathead, de manera que todas las mañanas, mientras el señor se afeitaba, Steven le subía un cubo de agua hirviendo.

El señor Greathead, vestido con un pijama a rayas malva y gris, se afeitaba de pie delante del espejo que colgaba contra la pared junto a la gran bañera blanca. Steven aguardó, con la mano en el grifo del agua fría, viendo curvarse y resplandecer el agua que caía, salpicando, con un ruido sordo.

A la luz blanca y estática que entraba por los cristales desencajados, la llama en forma de cuchillo de la estufita de petróleo flameaba de un modo raro. El petróleo chisporroteaba y apestaba.

De pronto, el aire silbó en las cañerías y se cortó el caño centelleante. A Steven le pareció que eso suspendía toda la operación. Esperaría a que volviese a fluir el agua antes de empezar. Procuró no mirar al señor Greathead ni los colgajos que le caían de su enjuto cuello. Clavó la mirada en la larga grieta de la pared pintada al temple, de color verde sucio. Tenía los nervios de punta mientras esperaba a que volviese a salir el agua. Los humos de la estufa de petróleo le afectaban como una bebida fuerte. La pared verde pintada al temple le provocaba un malestar físico.

Cogió una toalla y la colgó en el respaldo de la silla.

Al hacerlo se vio el rostro reflejado en el espejo por encima de la cara del señor Greathead; se le veía lívido contra la pared verde. Steven se echó a un lado para eludir la visión.

—¿No te encuentras bien, Steven?

—No, señor. —Steven cogió una esponjita y se quedó mirándola.

El señor Greathead había dejado la navaja de afeitar y se estaba quitando la espuma de la barbilla. En ese instante, gorgoteando y a tirones entrecortados, el agua volvió a mandar del grifo.

Entonces fue cuando Steven llevó a cabo su rápido y silencioso ataque. Primero amordazó al señor Greathead con la esponja, luego lo empujó y lo puso de espaldas contra la pared, y lo sostuvo en peso con las dos manos alrededor del cuello, lo mismo que había hecho con Ned Oldishaw. Apretó en la garganta del señor Geathead hasta estrangularlo.

Las manos del señor Greathead aletearon en el aire, tratando débilmente de apartar a Steven. Luego los brazos quedaron colgando, echados atrás por el peso y el empuje de los hombros de Steven. Después del cuerpo del señor Greathead se derrumbó, deslizándose contra la pared hasta el suelo. Steven aún retuvo la presa, montándose encima y ayudándose con las rodillas. Sus dedos apretados cortaban el paso de la sangre. El rostro del señor Greathead se hinchó, alterándose de un modo horripilante. La garganta hacía un ruido crujiente y castañeante. Steven estuvo apretando hasta que cesó.

Luego se desnudó hasta la cintura. Quitó al señor Greathead el pijama y le puso el cuerpo desnudo, bocabajo, dentro de la bañera. Levantó el tapón del desagüe y dejó que el cuerpo se enjuagara bajo el agua corriente.

Lo tuvo así todo el día y toda la noche.

Se había fijado en que los asesinos se pierden por falta de atención a los pequeños detalles como éste, en que se pringan y pringan todo el lugar de sangre, en que siempre se olvidan de algo fundamental. Él no tenía tiempo para pensar en horrores. Desde el momento en que había asesinado al señor Greathead, su propio cuello corría peligro. Tenía que usar todo su cerebro y todo su valor para salvar el cuello. Actuó con el rigor frío y decidido del hombre que realiza una tarea desagradable pero necesaria.

Lo tenía todo absolutamente pensado.

Incluso había pensado en la vaquería.

Ésta estaba en la parte trasera de la casa, al abrigo del alto páramo. Se entraba a través de un fregadero, que la separaba del patio. Los cristales de las ventanas habían sido sustituidos por planchas de zinc perforadas. Un gran techo de cristal ondulado dejaba entrar la luz solar. Era imposible verla o acceder a ella desde el exterior. Estaba provista de una larga plancha de pizarra, colocada, para comodidad de quienes hacían la mantequilla, a la altura de un banco de trabajo ordinario. Steven tenía sus herramientas —una navaja, un cuchillo de trinchar, una hachuela de carnicero y una sierra— colocadas allí, listas para usarlas, junto a una gran pila de desechos de algodón.

A la mañana siguiente, temprano, sacó del baño el cadáver del señor Greathead, lo envolvió en una toalla por el cuello y la cabeza, lo acarreó hasta la vaquería y lo extendió sobre la pizarra. Y allí lo partió en diecisiete trozos.

Cada uno de éstos los envolvió en varias capas de periódico, comenzando por la cara y las manos, porque en el último momento estas partes le despertaron miedo. Lo metió todo dentro de dos sacos y escondió los sacos en la bodega.

Quemó la toalla y los desechos de algodón en el horno de la cocina, limpió sus herramientas concienzudamente y las devolvió a su sitio, y fregó la plancha de mármol.

No quedaba ni una mancha en el suelo, excepto en la losa sobre la que habían caído unas gotas de color rosa al aclarar la plancha. Las estuvo rascando durante media hora, pero seguía viendo los bordes color herrumbre del goteo mucho después de haberlo limpiado.

Luego se lavó y se vistió con esmero.

Como eran tiempos de guerra, Steven sólo podía trabajar durante el día, pues la luz del tejado de la vaquería hubiese llamado la atención de los vigilantes. Había asesinado al señor Greathead un martes; ahora eran las tres de la tarde del jueves. Exactamente a las cuatro y diez había sacado el coche, con la capota negra puesta y las cortinas laterales echadas. Había hecho la maleta del señor Greathead y la había colocado en el coche, junto con el paraguas, la manta y la gorra de viaje. Además, en un fardo, llevaba las ropas que se hubiera puesto su víctima para ir a Londres.

Los dos sacos que contenían el cadáver los acomodó junto a él, en el asiento delantero.

Cerca del puerto de Hardraw, a mitad de camino entre Eastthwaite y Shawe, hay tres pozos redondos, llamados las Mantequeras, excavados en la roca gris y que se dice que no tienen fondo. Steven había tirado piedras del tamaño del tronco de un hombre por el pozo más grande, para comprobar si se enganchaban en alguna clase de saliente. Se habían ido al fondo sin hacer el menor ruido.

Llovía copiosamente; la lluvia con que Steven había contado. El puerto estaba oscuro bajo las nubes y desierto. Steven ladeó el coche de modo que la luz de los faros iluminase la boca del pozo. Luego, rajó los sacos y fue lanzando, una por una, las diecisiete partes del cadáver del señor Greathead, y a continuación los sacos y las ropas.

No bastaba con deshacerse del cadáver del señor Greathead; debía comportarse como si el señor Greathead siguiera vivo. El señor Greathead había desaparecido y él debía avisar de su desaparición. Se dirigió a la estación de Shawe a tiempo para el tren de las cinco, teniendo cuidado de llegar cerca de la hora en punto. Un tren militar saldría un momento antes. Steven, que había contado con la lluvia y la oscuridad, contaba también con las prisas y la confusión de los andenes.

Tal como tenía previsto, no había porteros en la entrada de la estación; nadie que pudiera darse cuenta de si el señor Greathead iba o no iba en el automóvil. Llevó el equipaje al andén y entregó la maleta a un viejo para que la etiquetase. Corrió a la ventanilla y compró el billete del señor Greathead, y luego se apresuró por el andén como si estuviera buscando a su patrón. Se oyó a sí mismo gritar a un mozo de estación:

—¿Ha visto usted al señor Greathead?

Y el mozo respondió:

—¡No!

Luego lanzó su inspirada frase:

—Entonces debe haberse acomodado en la parte delantera. —Echó a correr hacia la cabeza del tren, abriéndose paso a codazos entre los soldados. Las cortinas cerradas de los coches lo favorecían.

Steven metió el paraguas, la manta y la gorra de viaje en un compartimiento vacío, y lo cerró de un portazo. Hizo como que gritaba algo por la ventanilla abierta; pero notó la lengua tiesa y seca al tocar el cielo del paladar y no le salió sonido alguno. Se quedó allí de pie, cubriendo la ventanilla, hasta que el maquinista pitó. Cuando el tren estuvo en marcha, corrió siguiéndolo, con la mano en el marco de la ventanilla, como si estuviese recibiendo las últimas instrucciones de su patrón. Un portero le hizo retroceder.

—Va deprisa la cosa —dijo Steven.

Antes de abandonar la estación, envió un telegrama al hotel del señor Greathead en Londres anunciando la hora de su llegada.

No sentía nada, nada más que el intenso alivio del hombre que se ha salvado gracias a su ingenio de la más espantosa de las muertes. Incluso hubo momentos del día siguiente en que, de tan fuerte como era la ilusión de su inocencia, estaba convencido de haber despedido verdaderamente al señor Greathead en el tren de las cinco. Hubo momentos en que literalmente se paralizaba de asombro ante su propia e increíble impunidad. En otros momentos, una especie de vanidad lo encumbraba. Había cometido un asesinato que, por su absoluta audacia y por ser obra de un cerebro frío, superaba a los más famosos de la historia criminal. No había dejado el menor rastro.

Ni el menor rastro.

Sólo cuando se despertaba durante la noche lo apesadumbraba una duda. Quedaba el cerco herrumbroso de las salpicaduras del suelo de la vaquería. Se preguntaba si verdaderamente lo habría limpiado del todo. Y se levantaba y encendía una vela para ir hasta la vaquería a cerciorarse. Recordaba el lugar exacto; agachándose sobre ese sitio con la vela, se imaginaba que aún veía un leve contorno.

La luz del día le devolvía la tranquilidad. Él sabía el lugar exacto, pero nadie más lo sabía. Aquello en nada se distinguía de las manchas naturales del resto de las losas. Nadie lo adivinaría. Pero se alegró de que regresara la señora Blenkiron.

El día en que el señor Greathead debería haber llegado en el tren de las cuatro, Steven fue en el coche a Shawe y compró un pollo para la cena de su patrón. Aguardó al tren de las cuatro y se mostró sorprendido de que el señor Greathead no llegara. Dijo que seguro que llegaría en el de las siete. Pidió la cena para las ocho. La señora Blenkiron asó el pollo y Steven fue a esperar el tren de las siete. Esta vez se mostró preocupado.

Al día siguiente acudió a todos los trenes y mandó un telegrama al hotel del señor Greathead solicitando información. Cuando la dirección le respondió con otro telegrama, diciéndole que el señor Greathead no había estado allí, escribió a sus parientes y dio cuenta a la policía.

Pasaron tres semanas. La policía y los parientes del señor Greathead aceptaron la versión de Steven, respaldada como estaba por el testimonio del vendedor de billetes, el empleado de telégrafos, el mozo de estación, el portero que había etiquetado el equipaje del señor Greathead y el director del hotel que había recibido el telegrama. Se publicó la foto del señor Greathead en la prensa ilustrada, solicitando cualquier información que pudiera colaborar a localizarlo. No ocurrió nada, y muy pronto él y su desaparición cayeron en el olvido. El sobrino que compareció en Eastthwaite para hacerse cargo de sus asuntos lo encontró todo bien. El saldo bancario era escaso, debido a que no se habían cobrado varios dividendos, pero las cuentas y el contenido de la caja y del escritorio del señor Greathead estaban en orden, y Steven había anotado cada penique de sus gastos. El sobrino pagó a la señora Blenkiron su sueldo y la despidió, y convino con el chófer que él seguiría allí y cuidaría de la casa. Y como Steven comprendió que aquella era la mejor forma de eludir toda sospecha, se quedó.

Sólo en Westleydale y en Rathdale se prolongó la curiosidad. La gente se preguntaba y especulaba. El señor Greathead había sido asaltado y asesinado en el tren (Steven dijo que llevaba algo de dinero consigo). Había perdido la memoria y andaba vagando Dios sabría por dónde. Se había tirado del ferrocarril en marcha. Steven dijo que el señor Greathead no haría eso, pero que no le sorprendería que hubiese perdido la memoria. Había conocido a un hombre que se olvidó de quién era y de dónde vivía. No reconocía a su mujer ni a sus hijos. Neurosis de guerra. Y por último que la memoria del señor Greathead ya no era la que había sido. En cuanto la recuperase, regresaría. A Steven no le sorprendería verlo entrar por su pie cualquier día.

Pero en general la gente se percató de que no le gustaba hablar demasiado del señor Greathead. Consideraron que eso manifestaba el sentimiento propio del caso. Se apiadaron de Steven. Había perdido a su patrón y había perdido a Dorsy Oldishaw. Y aunque había medio matado a Ned Oldishaw, bueno, el joven Ned no tenía por qué haber tocado a su novia. Y cuando Steven se acercaba a la barra del King’s Arms, todo el mundo le decía «Buenos días, Steve» y le dejaba un sitio cerca de la chimenea.

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