LA VÍCTIMA 1 parte.

LA VÍCTIMA

May Sinclair




MAY SINCLAIR (MARY AMELIA ST. CLAIR) (Rock Ferry, 1863-Aylesbury, 1946) perteneció al círculo modernista de Pound, Hilda Doolittle, Lawrence y Eliot, y fue la responsable de acuñar (en una reseña de Dorothy Richardson) la denominación «fluir de la conciencia», que la crítica luego emplearía para hablar de novelas experimentales como Ulises, Al faro o El sonido y la furia. Pese a que Audrey Craven (1897) y Las tres hermanas (1914), su ficcionalización de la vida de las hermanas Brontë, le ganaron el aprecio de los escritores de su época, hoy en día es casi desconocida. (Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo incluyeron un cuento de Sinclair en su Antología de la literatura fantástica de 1940, pero eso no contribuyó a que se tradujesen muchos textos de ella al castellano). «La víctima» es de alguna manera el relato «más contemporáneo» de este libro, y su notable e irónica mirada sobre el género de terror se anticipa a la que tiene Anne Billson en Suckers (1993) y Stiff Lips (1996).


I


STEVEN ACROYD, el chofer del señor Greathead, estaba malhumorado en el garaje.

Todo el mundo le tenía miedo. Todo el mundo lo odiaba menos el señor Greathead, su patrón, y Dorsy, su novia.

Y ahora, después de lo de ayer, incluso Dorsy.

Se había hecho de noche. A un lado, las puertas del patio estaban abiertas al túnel negro de la carretera particular. Al otro, el gran páramo se alzaba por encima de la tapia, inmenso, más oscuro que la oscuridad. La linterna de Steven en la puerta abierta del garaje y la lámpara de Dorsy en la ventana de la cocina arrojaban una luz crepuscular y amarillenta sobre el patio que había en medio. Desde donde él estaba sentado, en el estribo del automóvil, veía de soslayo a través de la ventana iluminada la mesa con la lámpara y a Dorsy cosiendo acurrucada, hecha una masa blanca, tal y como la había dejado hacía un momento, cuando se puso de pie de un salto y huyó, salió huyendo. Porque ella le tenía miedo.

Ella había ido derecha al ver al señor Greathead en el estudio, y Steven, malhumorado, se había precipitado al patio.

Miraba fijamente la ventana, dando vueltas a su pensamiento. Todo el mundo lo odiaba. Lo sabía por la forma de mirarlo, condenadamente rencorosa, en el bar de King’s Arms; una especie de mirada de reojo, con los ojos huidizos, esfumándose para quitarse de su camino.

Había dicho a Dorsy que le gustaría saber qué era lo que él había hecho. Se había limitado a dejarse caer por allí para tomar una copa, como de costumbre. Había mirado alrededor y había dicho «Buenas noches», educadamente, y los muy guarros le habían hecho tanto caso como a un sapo. La señora Oldishaw, la tía de Dorsy, que lo odiaba, con su cara de jamón cocido e hinchada de inquina, había empujado el vaso hacia él, alargando todo lo posible el brazo, sin decir nada, como si fuera una asquerosa cucaracha.

Todo por la paliza que le había pegado al joven Ned Oldishaw. Si ella no quería que le partieran el cuello a su cachorro, mejor haría evitando que se metiese en líos. El joven Ned ya sabía lo que se buscaba si se metía con su novia.

Esto había ocurrido ayer por la tarde, domingo, cuando acompañó a Dorsy al King’s Arms a visitar a su tía. Estaban sentados en el banco de madera, contra la pared de la taberna, cuando el joven Ned comenzó. Todavía lo veía con el brazo alrededor del cuello de Dorsy y la boca abierta. Y Dorsy se reía como una tonta de remate y la vieja se carcajeaba, retorciéndose de risa.

Aún lo oía: «Es mi prima aunque sea tu novia. No puedes impedir que la bese». ¡Vaya si podía!

Pero ¿qué era lo que se pensaban? ¿No había dejado él su buen empleo en los talleres Darlington para trasladarse a Eastthwaite y ocuparse de las botas negras del señor Greathead, de cortar la leña, de acarrearle carbón y agua, y de conducir su automóvil de segunda mano? Y no es que le importara lo que hacía mientras viviese en la misma casa que Dorsy Oldishaw. Pero era imposible que él se quedase como un embobado Moisés, mirando, mientras Ned…

Seguro que lo había dejado medio muerto. Sintió como a Ned se le hinchaba el cuello y se le estiraba bajo la presión de sus manos, de sus dedos. Primero lo había golpeado, lanzándolo contra la pared, y luego lo había acorralado… hasta que acudió la gente y los separó a rastras.

Y ahora todos estaban en contra suya. Dorsy estaba en contra suya. Había dicho que le tenía miedo.

—Steven —le había dicho—, casi lo matas.

—Pues… pues que la siguiente vez lo piense mejor antes de tocar a mi nena.

—Yo no seré tu nena, si no dejas de zurrar a la gente. Te voy a temer toda la vida. Ned no iba a hacer nada malo.

—Si vuelves a hacerlo, si se mete entre tú y yo, Dorsy, me lo cargo.

—No debes hablar así.

—Es la pura verdad. El que se meta entre tú y yo, mi vida, me lo cargo. Si es tu tía, le parto el pescuezo como se lo he partido a Ned.

—¿Y a mí, Steven, qué?

—A ti, si me dejas… Ay, no me preguntes, Dorsy.

—Ves, eso es lo que me asusta.

—Pero tú no vas a dejarme: te estás haciendo el traje de novia.

—Sí, mi traje de novia.

Ella se había puesto a manosear la tela blanca, mirándola con la cabeza ladeada y con una bonita sonrisa. Luego, de improviso, la había tirado, dejándola hecha un montón, y había estallado en lágrimas. Cuando él quiso consolarla, lo apartó y salió corriendo del cuarto en busca del señor Greathead.

Eso hacía una media hora que había ocurrido y ella aún no había vuelto.

Él se puso de pie y anduvo, cruzando las puertas del patio, por el camino a oscuras. Luego, se acercó a la fachada de la casa y a la ventana iluminada del estudio. Escondido detrás de unos arbustos de tejo, miró adentro.

El señor Greathead, se había levantado de su asiento.

Era un anciano bajito, encogido y dolorido, con la espalda estrecha y curvada y el cuello delgado bajo las madejas de pelo cano.

Dorsy estaba de pie delante de él, de cara a Steven. La luz de la lámpara le daba de pleno. Tenía encendida su dulce cara de nata. Estaba llorando.

—Bueno, ése es mi consejo —dijo el señor Greathead—. Piénsatelo bien, Dorsy, antes de hacer nada.

Aquella noche Dorsy hizo sus maletas y al día siguiente, a mediodía, cuando Steven entró a comer, se había ido de la casa. Regresaba a la de sus padres en Garthdale.

Escribió a Steven diciéndole que se lo había pensado bien y había llegado a la conclusión de que no deseaba casarse con él. Le tenía miedo. Hubiera sido muy desgraciada.

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