EL MISTERIO Tercera parte


EL MISTERIO

LEÓNIDAS NICOLAIEVICH ANDRÉIEV*







III


Aquella noche eché de menos mi diario: me lo habían robado. La pueril y obstinada lucha contra toda huella lo había hecho desaparecer, sin duda. Pero el ladrón no consiguió nada con aquel acto tan innoble; recuerdo perfectamente todo lo que vi y experimenté hasta el momento en que el horror extinguió mi conciencia por largo tiempo. Y las huellas grabadas en mi memoria no podrían borrarlas los tres hombres que al amanecer recorrían los senderos del parque.

¿Cómo iba a olvidar aquel mar poco profundo, desesperadamente triste y tan llano que hacía dudar de la redondez de la Tierra? Yo había asociado siempre la idea del mar a la de los barcos; pero desde aquella playa no se veían barcos: entre aquella orilla y toda ruta de navegación se interponía la remota y brumosa línea del horizonte. Y el agua se extendía en un desierto gris; un tedio infinito parecía pesar sobre las diminutas olas, las cuales trataban en vano de alcanzar la costa, buscando el eterno reposo.

Una o dos veces vi a lo lejos una barca de pesca, avanzando con tanta lentitud que tardé un rato en convencerme de que no era una roca.

A la horrible noche de viento de que he hablado, sucedieron siete u ocho días de calma, nada fríos, pero muy húmedos; la niebla, pesada y opaca, convertía el día en un crepúsculo interminable y desalentador. El mar había retrocedido, dejando al descubierto pequeñas islas y archipiélagos de arena. Una tarde eché a andar a través de aquel mundo fantástico. Al atravesar las islas en un par de pasos, al cruzar de un salto de una a otra, me parecía ser un gigante, un ente casi sobrenatural que pisaba por primera vez la tierra, recién creada y desierta.

Al llegar junto al agua, las pequeñas y plácidas olas se me antojaron enormes, colosales, como debieron ser en los primeros días del mundo.

Inclinándome sobre la arena, escribí con el dedo un nombre: «Elena». Las cinco letras, aunque no muy grandes, ocupaban buena parte de una isla y parecían gigantescas. Más que leerse, hubiérase dicho que la palabra se oía, que era un grito dirigido al cielo, al mar, a la tierra…

¿Por qué no me guie, al regresar a la playa, por las huellas de mis pasos? Avanzando y retrocediendo en busca de un camino seco, se me hizo de noche y me desorienté. Cada vez que mis pies tocaban el agua, retrocedía, temiendo hundirme. Por fin me decidí a avanzar en línea recta, al azar, sin detenerme ante los charcos, y, lleno de alegría, no tardé en divisar delante de mí la oscura masa de la pirámide de piedras. La casualidad me había llevado al lugar donde fue encontrado el cadáver de Elena.

—¿Por qué vive usted aquí? —le pregunté aquella noche a Norden—. ¡Este mar es tan lúgubre!

Mis palabras parecieron entristecerlo. Volvió ansiosamente la cabeza hacia la oscura ventana.

—¿Lúgubre? No… Cuando se familiarice usted con él, le encantará.

Me encantaba ya; pero con el encanto, con la fascinación de la tristeza y del miedo. La atracción que ejercía sobre mí era un mortal veneno, del cual tenía que huir.

Sin darme tiempo para contestar, Norden empezó a contar un chascarrillo, y al terminar me suplicó con la mirada que no le negara mi risa. Me senté delante de él y los dos prorrumpimos en carcajadas.

¡Qué estupidez y qué bajeza!

De los días siguientes, hasta el 5 de diciembre, no recuerdo nada, como si los hubiera pasado sumido en un profundo sueño. El 5 de diciembre cayó la primera nevada, copiosísima.

Y aquel día empezaron a ocurrir las cosas extraordinarias que hicieron más inquietante para mí el misterio de aquella casa, aquel misterio que continúa siéndolo y que, a veces, se me figura una siniestra fantasía o un imaginado cuento de terror.

Trataré de ser lo más exacto posible y de no omitir ningún detalle importante, aunque su relación con los acontecimientos no sea directa. Yo atribuyo una importancia capital a la aparición de aquel ser extraordinario que parecía concentrar todas las fuerzas oscuras, toda la tristeza que pesaba sobre la maldita casa de Norden, todo el dolor que incluso a mí, un extraño, había de arrastrarme en su terrible torbellino.

El 5 de diciembre cayó, como ya he dicho, la primera nevada. Empezó al amanecer y duró toda la mañana. Cuando, terminada la clase de Volodia, salí al jardín todo estaba blanco y silencioso. Dejando profundas huellas de mi paso, llegué a la playa. Y proferí un grito de asombro al ver que ya no había mar. Horas antes empezaba allí la superficie helada, casi opaca; ahora, la vista no tropezaba con límite alguno entre el mar y la tierra ambos cubiertos por el mismo blanco sudario.

Obedeciendo a ese impulso que nos asalta ante toda superficie lisa e intacta, me quité el guante de la mano derecha y escribí con el dedo en la nieve: «Elena».

La pirámide se había convertido en una colina blanca de suaves contornos, en algo sumiso y como muerto por segunda vez y para siempre. «A este lado, la cabeza; allí, los pies…». Resultaba difícil imaginar en aquella superficie impasible las olas y la lancha volcada. Y me pareció que se me quitaba un peso de encima.

«No estaría de más —me dije— un viajecito a Petersburgo, para asomarme a la Universidad».

En aquel momento, Norden se me antojaba un hombre extravagante y desagradable, aunque inofensivo. ¿Qué me importaba a mí que contara chascarrillos e hiciera bailar a su familia? Lo que a mí me interesaba era reunir algún dinero y marcharme.

«¿Cómo vas a arreglártelas ahora para borrar las huellas?», pensé, riéndome, mientras regresaba a la casa. Y evité cuidadosamente pisar las ya existentes, a fin de dejar el mayor número posible de ellas.

Al día siguiente —y al otro, y al otro, y al otro, si tardaba en volver a nevar— sería para mí un placer, casi un orgullo, el verlas.

Los árboles del jardín ya no producían la impresión de tristeza y de soledad a que me he referido: parecían sumidos en un tranquilo sueño. Lo único que descomponía la placidez del paisaje eran los cajones de madera que Norden había hecho construir para abrigo de algunos árboles meridionales. Yo no había visto nunca proteger los árboles contra el frío de aquella forma, y los altos y extraños cajones me oprimían el corazón; semejaban ataúdes en pie, dispuestos a tomar parte en una macabra procesión. «Estoy orgulloso de mi invento», decía Norden, con gran indignación por mi parte.

Hacía dos días que Norden se había marchado a Petersburgo, y en la amplia mansión, que yo no conocía aún en su totalidad, reinaban un silencio y una calma absolutos: los niños permanecían con el aya en sus habitaciones, quietos y callados, y la servidumbre no hacía tampoco el menor ruido; en el piso alto, una mujer joven y bella, víctima de fuerzas desconocidas, languidecía solitaria…

Permanecí casi una hora en la biblioteca, pero no tenía ganas de leer: me sentía extrañamente excitado. La casa, silente y misteriosa, despertaba en mi alma una viva curiosidad y una vaga sed de aventuras. Tras cerciorarme de que nadie podía verme, empujé la puerta que daba a las habitaciones situadas al otro lado del pasillo y penetré en ellas de puntillas. Crucé dos amplias estancias, avancé a lo largo de un corredor y salí al rellano de una escalera interior cuya existencia desconocía. Delante de la escalera había una puerta cerrada. «Ahí dentro está la enferma», me dije. Intenté abrir la puerta, pero me resultó imposible. No sabía qué hacer. Por mi cerebro cruzó la idea de llamar, pero no me atreví a hacerlo.

Permanecí allí largo rato, turbado por aquel silencio que lo envolvía y penetraba todo y miraba con sus ojos blancos a través de la claraboya. Súbitamente oí un rumor de pasos en la planta baja y regresé apresuradamente a la biblioteca. Cogí un libro y con él en las manos me quedé dormido en un diván, llevándome al reino del sueño la visión del mundo taciturno y cubierto de nieve.

Después de cenar me retiré a mi cuarto y, tras anotar en mi diario las impresiones del día y escribir dos o tres cartas, me acosté; pero, como me había pasado la mayor parte de la tarde durmiendo, no tenía sueño y estuve cerca de dos horas despierto, atento el oído al silencio, la mirada atenta a las tinieblas. Más allá de la ventana, velada por un blanco visillo, reinaba la noche blanca; las nubes cernían y debilitaban la luz de la luna.

Creo que empezaba a quedarme dormido cuando experimenté la súbita sensación de que delante de la ventana, en el jardín, había alguien. Me incorporé. Una sombra se dibujaba en el visillo.

Dado que mi habitación se encontraba en el entresuelo y la altura de la ventana era escasa, supuse que alguno de los criados habría salido llevándose únicamente la llave de la verja y no se atrevía a llamar a la puerta principal. Con una vaga angustia, a pesar de todo, me levanté, me acerqué a la ventana y descorrí el visillo. Un hombre, al cual el antepecho de la ventana le llegaba un poco más abajo de la barbilla, se erguía en la oscuridad, inmóvil y mudo. Le dirigí una especie de saludo con la mano, pero no contestó a él ni se movió. Di unos golpecitos con los dedos en el cristal: el mismo silencio y la misma inmovilidad.

—¿Qué es lo que desea? —le pregunté en voz baja, sin acordarme de que era invierno y los cristales dobles no le permitieron oírme.

Viendo que continuaba sin moverse y sin hablar, me indigné y decidí salir al jardín a repetirle la pregunta. Pero antes de que acabara de girar sobre mis talones, la misteriosa figura empezó a alejarse lentamente. Sus hombros eran muy anchos y se tocaba la cabeza con un sombrero hongo. En su aspecto no había nada extraordinario.

A pesar de todo, empecé a vestirme para bajar al jardín; pero a medida que me vestía iba sintiéndome menos resuelto, y terminé por decirme, con fingida indiferencia: «Mañana averiguaré de qué se trata».

Al día siguiente interrogué a los criados; pero me aseguraron que ninguno de ellos había salido la noche anterior, y que nadie había visto al hombre del sombrero hongo.

El portero me respondió sin inmutarse. En cambio, el lacayo Iván, visiblemente turbado, inquirió a su vez:

—¿Está usted seguro de que era un hombre con sombrero hongo?

—Completamente seguro —afirmé.

Mi respuesta pareció tranquilizarlo.

Más tarde me enteré de que la servidumbre estaba atemorizada por la supuesta presencia de un espectro; pero se trataba del espectro de Elena, ahogada en el mar. Era un temor vago y poco serio, una de esas supersticiones frecuentes en las casas donde ha sucedido algo trágico.

Con la esperanza de descubrir allí la clave del enigma, me dirigí a la parte del jardín que caía al pie de mi ventana, y lo que vi me sorprendió desagradablemente: no había huellas en la nieve y, además, la altura de la ventana era mayor de lo que yo había imaginado; aunque mi estatura es más que mediana, me costó trabajo alcanzar el borde del antepecho con las puntas de los dedos. A juzgar por este detalle, el desconocido tenía que ser desmesuradamente alto…, o sostenerse en el aire, como un fantasma.

«He sido víctima de una alucinación», me dije.

La explicación resultaba bastante lógica: la atención sostenida, angustiosa, con que yo lo observaba todo en aquella casa, mi constante presentimiento de algo maravilloso, podían haber debilitado mis nervios hasta el punto de hacerme ver, en este siglo ilustrado y escéptico, un fantasma. Sin embargo, se me ocurrían algunas objeciones contra aquella hipótesis: yo estaba fuerte, sano; mi cerebro funcionaba perfectamente; en mis sensaciones no había nada de anormal. Además, era muy raro que mis nervios, debilitados, me hubieran hecho ver un ser que por su aspecto no se apartaba de lo vulgar; un ser sin relación alguna con mis pensamientos y mis sospechas. Lo lógico hubiese sido que mi imaginación enferma me hubiera presentado la imagen de Elena, y no la de aquel caballero taciturno, tocado con un sombrero hongo.

Pero, a pesar de que no encontré respuesta a tales objeciones, no tardé en tranquilizarme.

Durante el día no ocurrió nada digno de mención. Por la noche regresó Norden. Cuando estábamos terminando de cenar, nos dijo que había traído la partitura de un nuevo baile de moda. Unos instantes después, la pianista invisible lo interpretaba, reflejando en la ejecución, un poco insegura, su desconocimiento de la pieza. Los niños bailaban, Miss Moll daba vueltas como un caballo de circo, el amo de la casa imitaba, cómicamente, a los danzarines de ballet. Todos nos desternillábamos de risa.

De pronto, al volver los ojos casualmente hacia una ventana, me pareció ver una figura humana en las tinieblas. Miré más fijamente: detrás de los cristales no había nadie; mi estúpida imaginación me había engañado. Pero Norden observó mi fugaz inquietud.

—¿Por qué está tan serio? —me preguntó—. ¿No le gusta el nuevo baile? ¡Anímese, anímese! Si no, Miss Moll le impondrá un correctivo.

Y, señalándome con el dedo, le dijo a Miss Moll algo, en inglés, que la hizo prorrumpir en estridentes carcajadas. Luego, continuando la broma, la obligó a acercarse a mí, la cogió por la muñeca y con la mano de la anciana me dio unas palmaditas en el hombro.

—¡Arrodillaos a sus pies y suplicadle que baile un poco! —les dijo a continuación a los niños, los cuales se apresuraron a obedecerle.

Luego, dirigiéndose al aya, añadió:

—¡Y usted también!

El aya se postró a mis pies y unió sus ruegos a los de los niños.

Yo no sabía qué hacer: todo aquello me repugnaba; pero, tratándose de una broma, no podía enfadarme.

—¡Ven tú también a rogarle que baile, perillán! —le gritó Norden al lacayo Iván, el cual contemplaba la escena desde la puerta con ojos asombrados.

Y el lacayo entró y se prosternó al lado de la anciana.

En el piso alto, tan silencioso el día anterior, continuaba resonando la alegre música. Lo salvajemente grotesco de aquel regocijo me crispaba los nervios y me arrancaba carcajadas casi dolorosas; hubiérase dicho que me estaban haciendo cosquillas. Acabé por ponerme a bailar, y al pasar por delante de las ventanas, que se me antojaban innumerables, me preguntaba:

«¿Dónde estoy? ¿Me habré vuelto loco?».

Norden tardó largo rato en calmarse. Tuve que permanecer con él en el comedor hasta mucho después de que los niños se hubieran acostado, oyéndole hablar de la velada tan alegre que habíamos tenido, de la comicidad coreográfica de Miss Moll, de lo bien que bailaba Volodia, de lo graciosos que estaban todos de rodillas a mis pies…

—Una velada así —me decía, dándome golpecitos en la rodilla con su blanca y cuidada mano— denota cultura, civilización. Vivimos en un verdadero desierto. A un lado, el mar; al otro, el páramo o poco menos. Y, sin embargo, bromeamos, reímos, bailamos… Mis amigos de Petersburgo me preguntan cómo puedo vivir aquí sin morirme de tedio. ¡Si nos hubieran visto esta noche!

Y prorrumpió en una serie de carcajadas largas, insoportablemente largas.

—Deberíamos invitarles a un baile —continuó—. Es una gran idea, ¿verdad?

Y empezó a pasear nerviosamente de un lado para otro, con el aire de un hombre a quien se le acaba de ocurrir una idea genial.

—Anoche… —empecé.

—¡Sí, sí! Invitaremos a cincuenta, a cien amigos, y bailaremos todos. ¡Será una fiesta magnífica, un alarde espléndido de cultura, de civilización!

—Anoche…

De súbito, Norden, muy serio, se volvió hacia mí, me miró fijamente y me preguntó en tono amable, cortés:

—¿Decía usted?

Me sentí sin fuerzas para contestar, como si de repente me hubiesen puesto un candado en los labios. De modo que no dije nada.

Aquella noche me quedé inmediatamente dormido. A las dos o las tres de la madrugada alguien me gritó:

«¡Arriba!».

Me incorporé bruscamente. Un profundo silencio reinaba en la habitación, cuya puerta estaba cerrada con llave. «He oído esa voz en sueños —pensé—. No es ningún fenómeno extraordinario». Y cuando iba a tenderme de nuevo en la cama, advertí que había alguien en el jardín, delante de la ventana.

Era «él». Me acerqué a la ventana y, al igual que la noche anterior, le dirigí con la mano una especie de saludo, ahora menos pacífico; pero él, lo mismo que la noche anterior, no me respondió ni se movió. Observé que era altísimo y no se sostenía en el aire.

«No puede ser un fantasma», me dije, con un suspiro de alivio, sin caer en la cuenta de que la visita nocturna de un gigante que no dejaba huellas no resultaba demasiado normal. Decidí salir al jardín; pero él pareció adivinar mi pensamiento y echó a andar, sin mucha prisa, a lo largo de la pared. Renuncié a vestirme, considerando que el hacerlo le permitiría al desconocido desaparecer antes de que pudiera echarle la vista encima.

«En realidad, su actitud no tiene nada de terrible», pensé, mientras volvía a acostarme.

Pero mis manos y mis pies estaban fríos como témpanos de hielo. Y empecé a temblar como si tuviera calentura.

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